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domingo, 20 de mayo de 2012

LA TORRE DE HIELO



-         Si, amigo mio. Soy yo. Aunque no puedo decirte durante cuanto tiempo. La mordedura del Khan-Shitan  transforma mi cuerpo. Pronto seré como el guardián de la torre.


El semblante de Klarag se había vuelto pálido. Su amigo Snogall tenía rasgada media cara y tras la piel asomaba un ojo de águila rodeado de escamas plumosas. Tras ellos, tambores Mamrios, ocultos en la jungla, resonaban en la noche de Ronga, iluminada por sus cuatro lunas como el latir de un corazón gigantesco. Pronto los dos soles de Tau-Ceti emergerían uno tras otro del horizonte despertando a los árboles pensantes. Si no alcanzaban el páramo, estaban perdidos.

 La expedición había sido un desastre desde el principio. La nave se había estrellado al tomar tierra, cuando el suelo fundido desapareció bajo sus pies. Una maldita burbuja, pensó Klarag. Hubieran debido aterrizar en la jungla y no sobre el  glaciar. Los retrocohetes derritieron el hielo y bajo la  capa de nieve solamente quedó el vacío de una cueva interminable. Una sima que los engulló a todos.

Ronga siempre había mostrado un elevado vulcanismo. Mientras el frió del espacio mantenía helada la superficie del planeta, en su interior se generaba un sistema hídrico subglacial de caudalosos ríos fluyendo bajo el permafrost. Inmensas cúpulas y cuevas esculpidas en el hielo por el constante fluir de la lava habían forjado bajo la corteza helada, un mundo hueco, al que sustentaba un bosque de gruesas columnas de hielo azul.  Su lejanía a los soles lo había catalogado durante muchos años como planeta rocoso helado, lejos de la zona habitable del sistema solar. Pero la órbita era muy elíptica y en ocasiones, cuando los soles se alineaban, el planeta se acercaba tanto a Tau-Ceti que los glaciares se derretían formando inmensos lagos en la superficie. Los nativos Mamrios conocían esos lagos superiores como el mar volador, donde según las leyendas habitaba una estirpe de navegantes. Durante la época de deshielo, el agua del mar volador caía a las profundidades del planeta en interminables cascadas. El magma evaporaba el agua y el vapor era expulsado a través de gigantescas fumarolas. Bajo el manto de neblina, la luz de los soles se descomponía en arco iris. Un mundo realmente hermoso. Pero letal para los humanos.

Los Mamrios, servidores de la criatura conocida como Khan-Shitan, habitaban en las cuevas subterráneas del planeta. Eran un pueblo primitivo. Atraídos por el estruendo de la colisión, les rescataron y cuidaron. Parecían amistosos, pero finalmente solo buscaban nuevas víctimas para alimentar al Khan. La tripulación pereció devorada. Solo Klarag consiguió escabullirse, escapando a través de las grietas azules del glaciar y siguiendo el curso torrencial del agua deshelada, que formaba un laberinto de cuevas bajo la costra de hielo. Ahora se alegraba de ver nuevamente a su amigo Snogall, aunque fuera bajo aquella apariencia siniestra.

Klarag miró a su amigo. Le pareció que todo su cuerpo crecía por momentos. Los párpados se habían caído dejando al descubierto dos grandes ojos verdes llameantes. Snogall parecía sumido en una enorme lucha interna a consecuencia de la personalidad del extraño ser que lo consumía, que comenzaba a dominarlo poco a poco. Klarag decidió hablarle:

-         Snogall. Amigo. Tenemos que salir de aquí.

Snogall miró hacia el horizonte. El primer sol comenzaba a despuntar por encima de las paredes del gran cenote de varios kilómetros de diámetro con paredes de hielo donde se encontraban. El suelo tembló levemente. La luz  del día en Ronga despertaba a los árboles pensantes, reunidos alrededor de un lago de cuyo centro brotaba una columna de vapor. Pronto el aire se ionizaría y comenzarían las auroras de los árboles, con su sueño lumínico alimentado por la luz de los dos soles. Los poderosos pensa-vientos atravesarían los valles e impactarían contra ellos privándolos de la razón y sumergiéndolos en un mundo alucinatorio en donde lo real y lo imaginario resultaban ser la misma cosa. Todo vestigio de raciocino humano era borrado. La razón se perdía y los infortunados seres que osaban adentrarse en el dominio de los árboles  viajaban sin rumbo por los bosques hasta resultar devorados por las criaturas salvajes que allí habitaban. Solo en el caso de alcanzar la noche, podrían despertar del sueño de los árboles, quizás con la razón perdida para siempre. Debían de huir al páramo, en donde sin duda los Mamrios les andarían buscando.

-         De acuerdo, Klarag. Haré lo posible para ayudarte.

Los Mamrios no tardaron en aparecer. Surgieron de los restos de un antiguo volcán extinguido por una gigantesca estalactita de hielo que, como un colmillo volador, había caído del cielo clavándose en la entraña de la caldera. Era su lugar más sagrado, la torre del hielo, el templo del Khan. Snogall alzó la vista y la horda se detuvo. Los ojos del humano brillaban ahora como los de su amo el Khan. La mordedura de la criatura era mortal para los Mamrios. Tan solo los humanos sufrían las transformaciones. Por ello todos agacharon la cabeza apartando la mirada de aquellos ojos llameantes.

Ambos echaron a andar cruzando a través de la multitud. Los Mamrios temían a Snogall y se apartaban ante su avance, mientras éste  apretaba el paso abriéndose paso, pero Klarag  tenía dificultades en seguirle. Los nativos levantaban las manos sobre sus cabeza, propinándole continuos palmetazos en la nuca. A medida que avanzaban, el ascenso hacia la ciudad sobre la que se alzaba la gran torre de hielo resultaba más pronunciado. Klarag sintió que le abandonaban las fuerzas. De pronto, su amigo gruñó con voz ronca.

-         ¡Rápido! ¡Me voy....!  ¡Agárrate a mi cuello!

Klarag obedeció sin pensárselo dos veces. El cuello de Snogall había comenzado a ensancharse, llenándose de nuevos músculos. Su cuerpo tomó el aspecto de un enorme león mientras la mandíbula se afilaba y expandía, llenándose de dientes. El dolor de la transformación le hizo gritar. Su garganta emitió un potente rugido que hizo huir a la multitud gritando:

-         “!Ayeeeeeeh, Kzz Tzitann!!

-         ¡Khan Shitan! –pensó Klarag al tiempo que Snogall se abalanzaba en una veloz carrera persiguiendo a la aterrorizada multitud, huyendo en estampida hacia la boca de la gruta.


Pero la huida de los nativos conducía hacia una trampa. A la entrada de la cueva aguardaba un grupo de guerreros Mamrios fuertemente armados, apostados en el techo y paredes de la cueva colgando como murciélagos de sus extremidades inferiores. Una lluvia de lanzas y flechas partió hacia los fugitivos en todas direcciones, impactando algunas en el lomo de la criatura que era ahora Snogall. Bajo el cerco de los guerreros, buscaron refugio en la zona más oscura, oculta a todas las miradas por una neblina.  Allí se quebró la espalda de Snogall y  brotaron dos inmensas alas. Los ecos de su poderoso rugido reverberaron en las paredes de la cueva estremeciendo a los Mamrios el tiempo suficiente como para poder escapar en un rápido vuelo de aquella trampa de hielo.

En el exterior de la cueva, impulsados por el amanecer del primer sol, los árboles pensantes habían despertado y un torbellino de pensa-vientos multicolor se adueñaba del páramo. Al fondo, la cascada celestial caía desde el mar volador hasta el lago. Siguiendo su curso, ascenderían hasta el mundo superior y buscarían la ayuda de los navegantes, pero Snogall estaba herido. Perdía fuerzas mientras el remolino de pensa-vientos se acercaba....

Las cinco de la mañana. El despertador entona su monótona melodía. Es hora de levantarse. La ducha está fría. El mono de trabajo aún no está seco y el desayuno apenas se desliza a través del gaznate. El autobús se retrasa y el jefe me recibe con una mirada de desprecio. Los animales esperan en sus jaulas.. Cuando llego a la jaula del león, el gran macho se me acerca, hasta quedar tras los barrotes a un palmo de mi rostro. Ambos nos miramos a los ojos. “- Hola, amigo. Sé que eres tú. No te he olvidado. Esta noche ambos  conseguiremos escapar de ésta pesadilla.”