Vistas de página en total

viernes, 2 de marzo de 2012

2.- MORADA DE DEMONIOS - EL OTOÑO


Las campanas de la iglesia del pueblo tañeron aquella mañana de un modo especial. Un tañido cadencioso, apagado y herrumbroso, emitido desde la torre de la iglesia, emergiendo fantasmagórica sobre el mar de espesa niebla que cubría el resto de las casas de la población. Don Alejandro De la torre, montado sobre una yegua andaluza blanca, escuchó en aquel  día de temprano Octubre  ese tañido peculiar desde la cima del monte que coronaba el pequeño pueblo, reconociendo su mensaje. El otoño había llegado y con él, la vendimia.

 Tras el largo y soleado verano, los pámpanos de las vides se habían vuelto ocres, trasladando su vigor a las uvas, que habían empezado ya a pintar y como todos los años, había llegado el momento de nombrar un viñadero que desde aquel día se encargaría de vigilar los viñedos, prohibiendo la entrada a las viñas tanto a personas como a animales.

 La elección del viñadero resultaba en aquel paraje potestad del cura, por ser el único autorizado a transmutar el vino en la sangre de nuestro Señor Jesucristo. Es por ello que el campanero, acostumbrado al oficio de mensajería de maitines, bautizos, defunciones y otros eventos, obsequiaba a los parroquianos aquella mañana con el cántico de las viejas campanas llamando a comicios. A la postre, daba igual quién se presentaba como candidato, pues finalmente, la última palabra la tenía el cura.

Años atrás, ningún viñadero hubiera osado prohibir a Don Alejandro la entrada a sus propias tierras, pero debido a su constante y pertináz ausencia a los servicios religiosos y a su carácter poco diplomático,  el párroco no profesaba a  Don Alejandro demasiado afecto y una vez nombrado el viñadero, éste no tendría oportunidad de visitar sus propios viñedos hasta el momento mismo de la vendimia sin que por ello mediara una trifulca,  pues éstos  se encontraban en los lindes del viñedo comunal. De modo que el hombre azuzó la montura y sin demasiada prisa se encaminó hacia sus tierras para efectuar un último examen a las uvas.

Al rodear la colina, Alejandro se encontró con Hidalgo, el pastor, que se encontraba moliendo a palos a el abuelo Zacarías. El pobre abuelo había perdido la razón hacía ya muchos años, cuando su nieto, el actual Marqués de los Vados era aún un crío. Solía deambular por aquellos parajes medio desnudo, cubierto de harapos y resultaba un problema para todos los ganaderos de la región. A menudo se deslizaba por las noches en el interior de los gallineros de la comarca para sacrificar unas cuantas gallinas cuya sangre succionaba de la yugular de los animales para infortunio de sus criadores. Pese a ello, pocos osaban reclamar al marqués compensaciones  por los daños sufridos, debido al peculiar carácter de éste en lo relativo a asuntos económicos, y se contentaban con aprovechar al animal para un guiso en la cazuela, debido a que el abuelo Zacarías no consumía la carne de sus presas.

En esta ocasión, Zacarías se había excedido. Había degollado a una oveja vieja, que se encontraba postrada junto a ambos,  despatarrada como un alfombrón de lana. Desde luego, el abuelo se merecía en esta ocasión un buén castigo, y el pastor Hidalgo ayudado de su perro, que le mordía ferozmente la entrepierna,  le estaba dando una buena tunda.


Los viñedos de Don Alejandro se encontraban en las laderas de una montaña, en lo más alto de los viñedos comunales, dispuestos en bancales. El suelo que sustentaba las vides estaba formado sustancialmente de grava, extraida de las vastas cuevas que horadaban la montaña de piedra caliza sobre la que se erguía el castillo del marqués. La tierra que lo formaba – si es que merecía tal calificativo – resultaba tan pobre que difícilmente tendría otra utilidad que no fuera el cultivo de la vid. Los bancales, dispuestos a modo de terrazas sobre la empinada ladera, disponían las vides en hileras, soportadas sobre espalderas  paralelas a los bordes de gruesa piedra que formaba los muros de contención de cada terraza, buscando siempre el sol de la mañana. Debido a la inclinación del terreno, apenas se disponía de dos hileras de vides por terraza, lo que dificultaba su acceso a vehículos y obligaba a un mayor despliegue de medios humanos para efectuar las labores del campo.

Don Alejandro ató su montura al tronco de un viejo árbol y se encaminó a pié ascendiendo pesadamente hacia su cultivo. Al llegar a las terrazas, paseó sobre ellas examinando el estado de los racimos. El resultado le hizo sonreir con satisfacción.  La  uva tempranillo  se encontraba próxima a su  punto de maduración, momento en el que adquiriría los grados exactos de azúcar y acidez necesarios para la elaboración de unos excelentes caldos.

 La boca de las primeras cuevas, en donde antaño los habitantes del lugar almacenaran el vino en barricas, se encontraba próxima. Ahora pertenecía por entero al marqués, señor del antiguo castillo que imperaba sobre la llanura. Alejandro no pudo reprimir un suspiro de tristeza. Había trabajado para el marqués durante mucho tiempo, suministrándole y fabricándole en su antiguo taller de calderería, fundado por su padre, una infinidad de artilugios necesarios para la elaboración del vino. Depósitos de acero inoxidable, prensas estrujadoras, despalilladoras y un sinfín de equipamientos e instalaciones necesarios para la elaboración industrial del vino.  Los caldos del marqués eran los más afamados de aquellas tierras y Alejandro pasó gran parte de su juventud satisfaciendo sus mínimos deseos. Pero el marqués siempre había sido un hombre ingrato y tacaño por naturaleza. Un mal pagador que finalmente consiguió arruinar por completo la industria que su padre había fundado. Aún así, le hizo un gran favor a Alejandro, pues una vez finiquitado el negocio familiar, pudo dedicarse por completo a la pasión que durante muchos años había ardido en su corazón: La elaboración del vino.

Don Alejandro era un hombre grueso y bonachón. Excelente persona. Tan amable en su trato que en ocasiones le había resultado harto imposible mantener la disciplina entre aquellos que en alguna ocasión habían trabajado para él. Pese a ello, debido al rebosante entusiasmo que había albergado en todas sus empresas durante su vida ya madura, resultaba explosivamente apasionado e iracundo en ocasiones. Ello le había llevado en el pasado a cosechar enemistades  profundas, que en ocasiones había lamentado. Pero el rasgo que quizás sobresalía de entre todos en su personalidad era su enorme ingenio. Valiéndose de él, había desarrollado nuevas técnicas en la elaboración de los vinos. Técnicas que  su antiguo amo, el marqués, no podía soñar en alcanzar. Ello le proporcionó con el paso del tiempo una gran fortuna. Sus vinos rivalizaban en calidad con los del marqués, superándolos en muchos aspectos,  aunque para ello tuvo que pagar el precio de la soledad, pues el marqués, molesto con Alejandro por haberle éste robado parte de sus secretos de elaboración mejor guardados, seguía siendo el amo de aquellos lugares y con su influencia consiguió apartarle casi por completo de la vida social de la comarca.

Mientras Alejandro consumía su tiempo en un tranquilo paseo entre las vides, vió salir de una de las grutas que horadaban la montaña a Pepe,  antiguo  oficial calderero de su taller. Durante muchos años había trabajado para su familia. Primero lo hizo para su padre y después para él. Hasta que perdió los dedos de la mano derecha en un desgraciado accidente a causa de un descuido con la plegadora. Ahora trabajaba como arromador en la bodega del marqués, controlando la pesada de la uva además de ejercer otros oficios si lo que aún conservaba de su mano derecha se lo permitía.

-         Buenos días, don Alejandro.- gritó Pepe a pesar de la poca distancia que les separaba. - ¿Qué le trae por aquí?.

-         He venido a ver las viñas. Y a dar un paseo.

-         Ahh. Bien. ¿Cómo se encuentra su hija?.- gritó nuevamente el arromador,  cuyo oído, después de muchos años trabajando en la calderería,  no era demasiado bueno.

-         Sigue igual – respondió Alejandro con tristeza. Aunque Clara no tenía vínculo de sangre con Alejandro ni con su mujer, ella era su hija más querida. Había sido abandonada a su puerta hace ya veinte años, cuando todavía trabajaba para el marqués y él la había acogido, vestido, alimentado y amado como si de su propia sangre se tratase. Ahora se encontraba en coma profundo en un hospital de la capital, a consecuencia de un fuerte trauma generado presumiblemente por una brutal violación a la que el pasado verano fue sometida. Desde entonces, Alejandro   no había tenido valor suficiente para ir a visitarla al hospital, pues la vista de su joven hija postrada en el lecho y sin ningún signo de vida le provocaba abundantes lágrimas.

-         Ya sabe que le aprecio, don Alejandro.- dijo Pepe esbozando una sonrisa en la que exhibió su deteriorada dentadura.- Usted siempre se portó bien conmigo. Pero ya sabe que al patrón no le gusta verle por aquí.

El arromador giró la cabeza y miró hacia la cima del monte en donde se alzaba el castillo del marqués. Se sentía visiblemente inquieto, como si alguien estuviera espiándoles desde sus murallas.

-         No te preocupes, Pepe. No me quedaré mucho por aquí.

Pepe se despidió con un sordo gruñido y desapareció en las fauces de la cueva como un oso malhumorado, dejando a Alejandro continuar con su paseo. Una vez inspeccionada meticulosamente cada planta, éste descendió de la ladera del monte y se alejó del lugar cabalgando sobre la yegua en dirección a su finca.

Mientras cabalgaba, no cesó de acordarse de su querida esposa. María, fallecida años atrás, le había sumido con su ausencia en la soledad más profunda. Alejandro nunca tuvo hijos. Solo Clara había mitigado con su compañía el profundo desamparo que sentía tras la desaparición de su esposa. Ahora, privado también de su hija por las atrocidades de un psicópata, se sentía vacío.

La finca de Don Alejandro se encontraba a varios kilómetros del pueblo. Para llegar hasta ella había que atravesar por un polvoriento camino de tierra y cruzar un arco blanco de adobe encalado. En esa antigua propiedad, adquirida hace años a un terrateniente de la zona con los dineros obtenidos en la liquidación del taller, Alejandro tenía su casa, su bodega, unas caballerizas e incluso un cementerio con su propia ermita, en cuyas catacumbas había instalado un laboratorio en el que pasaba la mayor parte del tiempo dedicado a experimentos secretos destinados a la elaboración del vino. Nadie, salvo él, entraba allí.

Al llegar a la finca, le esperaba Ambrosio, su capataz. Alejandro descendió de su montura y entregó la yegua al capataz.

-         Las uvas están listas, Ambrosio. Es hora de formar una cuadrilla.

El capataz asintió. Tomó las riendas de la yegua y la llevó a los establos. Después cargó algo de equipaje en un viejo coche todo terreno y salió de la finca rumbo a la capital. Don Alejandro lo vio  partir desde la amplia ventana de su salón. Sabía que tardaría en regresar, pues desde hacía años, a raíz de las presiones del marqués, ningún habitante del pueblo osaba trabajar en su viñedo temiendo  posibles represalias.

Cuando la nube de polvo que levantaba el vehículo desapareció de su vista, Alejandro se sintió solo nuevamente. Recordó a su hija, tendida en el hospital y le poseyó una inmensa rabia hacia su violador. Sabía que había sido capturado. Un muchacho de la edad de su hija, perturbado hasta el extremo de cometer tal atrocidad. Hubiera deseado matarle con sus propias manos. Arrancarle a mordiscos sus entrañas. Despedazarle sin piedad como a un animal inmundo, pero al menos sentía el consuelo de saberle a buen recaudo. Mientras trataba de desechar tales pensamientos, se sirvió una copa de un viejo brandy que guardaba bajo llave. Cansado del paseo se sentó en el sofá, cerró los ojos y acercó la copa a sus labios bebiendo un sorbo.



No hay comentarios: