El marqués de los Llanos observó desde la torre el cauto descenso de Don Alejandro a través de los viñedos hasta alcanzar su yegua blanca. Como todos los días, empleaba aquellas horas de la mañana en limpiar y pulir con esmero los delicados prismas verdes de cristal que pertenecían a su familia desde tiempos inmemoriales. Para ello, empleaba una gamuza nueva cada día que frotaba contra las caras de los cristales hasta hacerlas relucir como esmeraldas. Después la gamuza era desechada, cosa inusual en una persona de talante avaro como el marqués.
La torre del castillo tenía doce almenas, y en cada hueco, armadas sobre unos soportes de bronce oxidado, como cañones de luz apuntando en todas direcciones, relucían once de aquellas misteriosas piedras verdes. Tenían el tamaño del brazo de un hombre y la forma de un prisma hexagonal, con las caras de los extremos perfectamente paralelas entre sí. Faltaba una. Había desaparecido el mismo día que el marqués se había negado a pagar a Alejandro un depósito de acero inoxidable en el que habían aparecido manchas de óxido, a consecuencia de una insuficiente eliminación del decapante. El marqués siempre había sospechado que fue Alejandro quien lo sustrajo, despechado por el impago del depósito, pero nunca había tenido ocasión de comprobarlo.
Al terminar de limpiar el prisma de cristal que daba al río, el marqués se agachó y miró a través de uno de los extremos del cristal. Las huestes del moro Almanzor seguían acampadas en la orilla del río, sitiando la fortaleza. El campamento era un hervidero de gentes venidas de uno y otro lado en un completo caos, portando armas y víveres para el asedio. Las cabalgaduras se apretaban entre sí, portando cada jinete un estandarte en la punta de su lanza, como si el día fuera festivo y se aprestaran para una celebración. El marqués suspiró profundamente y extrajo el cristal de su soporte de bronce, sustituyéndolo por uno próximo, de idéntico tamaño. Nuevamente, se agachó a mirar. La bella Dorotea se bañaba ahora desnuda en las aguas de un río inusualmente limpio.
- ¡Andrés!. ¿Ya estamos otra vez fisgoneando a las doncellas? – exclamó una voz femenina a sus espaldas.
- ¡No, querida! Respondió el marqués turbado dándose la vuelta y descubriendo en el portón de la torre a su esposa Amelia. – Estaba observando al ejercito de Almanzor. Aún sigue acampado junto al río. Creo que se acerca el día del Santo.
- No sé por qué tienes ese empeño en fisgar en el pasado – dijo Amelia mirándo a su esposo con escepticismo.- Si al menos pudieras ver el futuro con esos inútiles cristales, al menos podría entender que te pasaras las horas muertas en este lugar sin otra cosa mejor que hacer. Vamos. Ven conmigo. Tenemos visita.
La marquesa se dio la vuelta y desapareció por el portón. Andrés, sintiéndose incomprendido por su afán de estudio sobre la historia, siguió a la mujer rezongando mientras descendía la interminable escalera de caracol de la torre.
Al llegar al salón del castillo, se encontraron con dos hombres esperándoles. Uno de ellos era el joven párroco Don Carmelo. La marquesa le saludó efusivamente, reclinándose a besarle la mano como si del propio Papa se tratase. El sacerdote, sintiéndose turbado, protestó tímidamente instando a la marquesa a levantarse. El marqués se limitó a estrechar su mano.
El hombre que acompañaba al párroco esperaba pacientemente junto a la puerta a que el párroco le presentase, momento que hubo de postergarse merced a la locuacidad de Doña Amelia con el joven párroco. Era un hombre de poca estatura y edad madura, correctamente vestido, que les miraba indiferente a través de sus lentes y que en su mano derecha sujetaba un maletín. Tras un breve carraspeo del desconocido, el párroco interrumpió a la marquesa y se dirigió hacia éste.
- El caballero que me acompaña es Don Herminio. Viene de la capital.
- Encantado, Herminio – dijo Amelia estrechándole la mano.- Es un placer que nos visite.
- A sus pies, señora – dijo el desconocido cortésmente.
- Y díganos, señor – dijo el marqués mientras le estrechaba sonriente la mano al invitado. ¿A qué debemos el honor de su visita?
- Me envía la Agencia Tributaria.
- ¿La agencia tributaria? – balbuceó el marqués mientras sostenía horrorizado la mirada a aquel hombrecillo que a través de sus gruesas lentes le observaba palidecer y perder la sonrisa. - ¿ Qué quiere Hacienda de mí?.
- Verá, señor – dijo el inspector sentándose en uno de los sillones del salón sin esperar a ser invitado y abriendo su maletín sobre la mesa – se trata de sus declaraciones de Hacienda y Patrimonio de los últimos cinco años. He venido a efectuar unas simples comprobaciones.
- ¡Como guste! – suspiró Andrés resignado mientras se sentaba en el sillón contiguo a su invitado. – Pero antes de nada, debo decirle que personalmente no entiendo demasiado de asuntos económicos. Y quizás fuera más oportuno concertar una cita en la Delegación, en donde podría asistir con mi abogado y con los documentos que fueran necesarios.
La marquesa y el cura se sentaron junto a ellos en el sofá, sin parecer mostrar demasiado interés por los asuntos mundanos. Amelia cuchicheaba al oído del párroco frases que parecían escandalizarle.
- Quizás más tarde sea necesario efectuar una citación – prosiguió Herminio – Pero de momento, desearía que me explicase cómo es posible que no declare Vd. Tener ingresos viviendo en una casa como ésta.
- Esta es la morada de mis antepasados - respondió el marqués con un educado tono de indignación.- Toda mi familia ha vivido aquí desde hace siglos. No necesito pagar renta alguna por vivir aquí. Me pertenece por derecho. Por nacimiento. Además, pertenece al abuelo.
- ¿Y vive su abuelo con Vds?.
- Naturalmente. Nosotros cuidamos de él. Realmente, no está en sus cabales. ¿Sabe Vd?. Cosas de la edad.
- Pues no me consta que ningún contribuyente haya declarado nunca por este inmueble ni por los ingresos obtenidos con el negocio del vino que, según tengo entendido, Vd regenta – dijo el inspector hojeando los papeles que guardaba en su cartera.
- Todo pertenece al abuelo – respondió Andrés alzando los brazos. – Pero como el hombre ya no tiene ni edad ni cabeza para llevar ningún tipo de negocio, nosotros lo hacemos por él desinteresadamente.
- Ya veo – sonrió Herminio – Llevan sus negocios pero no hacen por él la declaración.
- ¿Cómo podríamos? – respondió irónico el marqués – La declaración de hacienda es algo personal. Como la confesión .- Perdón, Padre.
- Quisiera ver a su abuelo
- ¡Ah no!- Interrumpió la marquesa gesticulando con los brazos. – El abuelo no recibe visitas. No le gustan.
Herminio centró sus gafas y adoptó una expresión seria.
- Su abuelo, suponiendo que aún esté vivo, debe tener la friolera de ciento veinte años, según la documentación de la que dispongo. De modo que, si no compruebo físicamente su existencia durante mi visita, he de obrar con lógica y pensar que una persona de su edad no puede seguir viva, lo que les convierte a Vds. En defraudadores de primer nivel ante la Administración Tributaria. En cualquier caso, no quiero seguir insistiendo. - Dijo mientras recogía sus papeles y cerraba la cartera .- Sus bienes seran embargados y sometidos a subasta pública.
- ¡Espere un momento, por favor! – suplicó el marqués visíblemente nervioso. - ¡Ahora mismo viene!.
Andrés se levantó del sillón y cogió junto a la chimenea un mazo en cuyo extremo había una bola cubierta de tela. Con ella, comenzó a aporrear frenéticamente, una y otra vez, un gong de gran tamaño que colgaba de la pared al tiempo que gritaba un nombre.
- ¡Pepeee!
Tras un largo rato de ensordecedor ruido, unas sonoras pisadas se escucharon en el pasillo. Instantes después, apareció Pepe, el calderero que una vez trabajó para Don Alejandro.
- ¿Llamaba, patrón?
- Trae al abuelo – dijo el marqués.
Pepe se quedó mirándo, como si no entendiera la orden, por lo que el marqués se puso a gesticular.
- Es que es algo sordo, ¿Sabe Vd.? – dijo sonriente la marquesa a Herminio.
Al cabo de un rato, el calderero pareció entender la orden, y tras un “Lo que usted diga, Patrón”, se encaminó hacia los sótanos del castillo. Mientras esperaban, la marquesa se dedicó a conversar con el cura. Le recordó que se acercaba el día del santo patrón de la comarca, y era costumbre efectuar una ofrenda., pero la ermita del santo se encontraba fuera del pueblo, en la finca de Don Alejandro y este hacía ya años que no permitía visitas en su propiedad. Andrés no podía concentrarse en otra cosa que no fuera la inspección a la que se veía sometido, pero comprendió que Amelia había ideado una astucia para conocer mediante el párroco los secretos que Alejandro guardaba en el mausoleo.
Mientras conversaban, un sonido de cadenas y engranajes, similar al ruido efectuado por un puente levadizo, llegó desde el sótano hasta ellos. Herminio y el cura se miraron sorprendidos, pero la marquesa les tranquilizó diciéndoles que en aquella antigua morada eran normales todo tipo de ruidos extraños.
Al rato, reapareció Pepe acompañado de un anciano cubierto de harapos. El hombre, de facciones simiescas, conservaba todo su pelo, incluso unas largas patillas que le llegaban al mentón. Iba totalmente desaseado, y una fina pelusa cubría su rostro y se extendía tras su cuello, ceñido por una argolla y una pesada cadena que le mantenía encorvado. Pepe sujetaba con disimulo el extremo de la cadena mientras miraba silbando al tendido.
- ¿Pero qué aberración es ésta? - gritó el cura indignado - ¡Suelte a ese hombre inmediatamente!.
- Es por su propio bien – susurró la marquesa. – Para que no se haga daño.
El marqués ordenó a Pepe mediante un gesto que soltara al anciano. Este obedeció y se retiró hasta la puerta. El inspector se acercó al anciano y tras mirarle detenidamente, le entregó una nota.
- Por la presente, se le cita en la Oficina de Recaudación número cinco el próximo Jueves para dar cuenta de sus responsabilidades tributarias. Deberá aportar el Documento Nacional de Identidad, Fé de Vida y ....
El anciano cogió la nota y tras olisquearla se la llevó a la boca. La masticó pausadamente, exhibiendo una arruinada dentadura, para después escupirla a los piés de Herminio.
- ¡Pero ¿Cómo se atreve?! – masculló el inspector. No tuvo tiempo de decir nada más. El anciano, esgrimiendo una agilidad y reflejos asombrosos, se lanzó de un salto a su yugular clavándole los dientes.
Andrés y Pepe corrieron a separar al abuelo del cuello de Herminio, Les costó bastante trabajo conseguirlo, y finalmente Herminio quedó tendido en el suelo en medio de un charco de sangre mientras con la mano trataba de frenar la hemorragia.
- Ya le dije que el abuelo estaba un poco ido – dijo Andrés con una risita nerviosa. – Abuelo. Eres un cachondo. ¿Cómo se te ocurren esas cosas?.
Pepe volvió a colocar la cadena en el grillete de la argolla que rodeaba el cuello del anciano y desapareció arrastrándolo escaleras abajo. Mientras Amelia iba en busca de un botiquín, Carmelo ayudó a levantarse a Herminio, que apenas podía hablar. El marqués le preguntó cómo se encontraba. Había perdido bastante sangre y si la lesión era grave, habría que llamar a una ambulancia. Herminio le tranquilizó. Prefería abandonar el lugar en el vehículo del párroco y visitar la clínica, para que allí le inyectasen la antirrábica, la antitetánica y lo que fuera necesario. Se tapó la herida con un pañuelo el tiempo necesario para que Amelia regresara con vendas y desinfectante, con los que improvisó una cura de urgencia. Una vez terminada la cura, se marchó apresuradamente en compañía de Don Carmelo, no sin antes gesticular un “Tendrán noticias mías”.
Andrés y Amelia despidieron a Don Carmelo desde el rellano de la escalera del palacio. Cuando el coche se alejó, Amelia se volvió hacia el marqués:
- ¿Qué hacemos Ahora?
- No te preocupes, querida. Únicamente hemos de llamar al abogado para que envíe un escrito a la Delegación de Hacienda. Un hombre de 120 años no tiene la salud como para andar atendiendo a citaciones de ningún tipo.
- ¿Y no sería mejor declarar al abuelo incapacitado y ser nosotros los administradores de sus bienes?
- No.
- ¿Y para cuándo vas a hacer la transmutación?
El semblante del marqués se ensombreció de repente
- Para cuando encuentre alguien capaz de cargar con la maldición. Además, te recuerdo que para efectuar la transmutación, hemos de contar con los doce cristales. Y nos sigue faltando uno
- Ese traidor de Alejandro.... Espero que el cura tenga en cuenta mis palabras y podamos hacer una visita a lo que sea se esconda en esa ermita.
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