Escribo este relato como un ejercicio de reflexión
personal, para tratar de comprender desde la observación por qué estamos
perdiendo con los incendios nuestros amados bosques. Desgraciadamente, no puedo
evitar añadir algúna que otra invención producto de una imaginación
calenturienta para relatar la historia..
Desde que Pyros le miró con sus ojos azules y amarillos,
escrutándole entre la profundidad de las llamas de una hoguera siendo aún un
niño, Marcos no había dejado de padecer una extraña fascinación por el fuego.
Solo él parecía verlo, sentir su respiración animal, los latidos del calor
reflejados en su rostro, su cuerpo de serpiente luminosa retorciéndose entre
los leños rojizos y gimiendo tras el crepitar de las llamas. Una magia antigua
se mostraba ante él. Un poder de la naturaleza invocado por el hombre desde el
principio de los tiempos puesto al
alcance de su deleite. Cuando Pyros aparecía, algo en su interior se
abría y relajaba. Un cálido bienestar le invadía y los problemas o frustraciones
que le atormentaban parecían consumirse barridos por una llamarada de placer
atravesando cuerpo y mente. Nada era comparable con ver a Pyros entre una nube
fulgurante sobre las copas de los árboles y el sabor a adrenalina en la
garganta mientras él y los otros brigadistas intentaban frenar en vano el
avance del poderoso dragón arrebatado al infierno.
Marcos había aceptado aquel trabajo en el reten, con bajo
salario y largas esperas en la base, para estar cerca del fuego. Su fervor
laboral constituía un ejemplo de vocación desde muy temprana edad que
siempre había acompañado con abundante
simbología: cochecitos de bombero, cascos, escudos con el fuego como emblema e
incluso un tatuaje que parecía arder en su espalda. Durante años se había ganado un merecido prestigio entre sus
compañeros por la habilidad demostrada al diagnosticar el devenir de los
incendios, pero un buen día llegó la crisis y alguien en algún lugar decidió
desde un despacho que los servicios de la brigada no eran por mas tiempo necesarios.
La crisis se
llevó al retén por delante. La brigada de incendios del pueblo fue disuelta y
Marcos hubo de recoger los enseres de la base abandonado para regresar a casa
de los padres, engrosando la lista de parados y aguantando con resignación los
incesantes gritos de la mujer tildándolo continuamente de inútil por su apatía
y falta de determinación a la hora de encontrar un nuevo trabajo.
Tampoco a Andrés, hermano de Marcos, le iba mejor el
asunto. Sus servicios como guarda forestal fueron rescindidos y al igual que
Marcos, optó por regresar junto a los padres, que con unas cuantas vacas y una
pequeña finca al menos disponían de alimento. Desde que el estado se hizo cargo
del mantenimiento de los bosques, sustituyendo los antiguos trabajos que el
pueblo efectuaba por una contrata, todo había ido a peor. Aún recordaba los
ascensos al monte junto a padre a podar
ramas, clarear el arbolado y despejar la floresta en caminos y
cortafuegos. A cambio, cada vecino del pueblo disponía de una porción de leña
para cocinar en los hogares o guardarse del frío. También los animales podían
pastar en la arboleda contribuyendo a que la hierba no se alzase demasiado. En
esa época no existían los incendios, pero después todo fue cambiando. Al
ocuparse la contrata de la conservación tanto el aprovechamiento de la leña
como el pastoreo en los montes fue prohibido.
Los servicios de aquella empresa siempre habían dejado mucho que desear
debido a una mayor motivación para obtener beneficios prevaleciendo sobre la conservación del monte, pero cuando la
crisis llegó, la contrata dejó de cobrar en tiempo y forma y como consecuencia,
los trabajos de conservación fueron interrumpidos dejando a Andrés sin trabajo.
Hacía meses que el bosque estaba sucio y cerrado. Las veredas se hallaban
intransitables, cubiertas por un enjambre de ramas secas y los árboles se
hacinaban uno contra otro sin apenas
aclarados.
Ese estado de cosas oprimía la mente de Marcos. No solo
añoraba a Pyros, quien a veces le visitaba en sus sueños más húmedos. También
se sentía frustrado por el desprecio con el que después de tantos años de
desempeñar su labor había sido tratado. La leña seca que anegaba los montes era
una tentación para su espíritu pirómano. Un caramelo exhibido en un escaparate
que le impulsaba en una sola dirección: demostrar que se habían equivocado. Que
él y sus compañeros bomberos eran necesarios para la comunidad. Durante meses,
planes incendiarios repasando cualquier pormenor habían turbado su descanso.
Planes que callaba con prudencia aguardando el momento propicio para su
venganza. Ya se vería si Marcos Montes era o no necesario.
De pronto, algo se
rompió en su interior. Marcos supo que había llegado el día. La sequía del
verano se había mostrado pertinaz y el viento solano soplaba sobre la arboleda
acariciando las copas de los árboles, como al animal le gustaba. Lo liberaría
en el valle, al pie de la montaña. Las cunetas estaban sucias y acumulaban el
desbrozado seco de varios años. Agarró el coche y las pastillas de encender la
chimenea. Bastaría arrojar unas pocas por la ventana.
Al bajar por la montaña no cesaba de mirar hacia atrás.
Quería ver al fuego despertando a su letargo y trepar hasta las copas de los
árboles, pero desde el volante del vehículo no conseguía discernir salvo unos
penachos de humo. Por otra parte, no era prudente andar exhibiéndose por el
monte bajo tales circunstancias. Lo mas acertado sería recogerse y contemplar desde casa el
resplandor lejano en compañía de algún vecino.
Su hermano Andrés llegó al atardecer, corriendo a casa con
los ojos desencajados y la palabra “fuego” prendida en los labios. El incendio
había coronado la loma del monte y ahora, impulsado por el viento, bajaba
torpemente por la ladera hacia el valle. Uno de los brazos había alcanzado al
corral donde se hallaban los animales y padre ya corría monte arriba para abrir
la empalizada cubierta de llamas. Al hacerlo, se quemó las manos, pero
consiguió que el ganado pudiera huir en estampida. Otra de las lenguas avanzaba
prendida entre los matorrales secos hacia la casa. Andrés y Marcos engancharon
el arado de discos al tractor de padre y Andrés echó a andar a velocidad de
vértigo, arrancando un surco de tierra en el corazón del prado. El humo le
cegaba y conducía a ciegas. La máquina se encabritaba con peligrosos bamboleos
cuando alguno de los peñascos del roquedal se cruzaba en el camino. La casa se quemaría si aquella línea de
tierra que el arado había trazado era traspasada por cualquier pavesa
arrastrada por el viento.
Marcos apareció en la entrada del garaje montado en la
vieja moto que había guardada en el cobertizo. Se había tomado su tiempo para
vestirse para la ocasión. Llevaba puesto el mono ignífugo del cuartel,
fabricado de una pieza y engarzado con costuras de hilo Nomex, botas de media
caña con suelo aislante, gruesos guantes de cuero, mascarilla y sobre la cabeza
su antiguo casco de bombero. Había cogido una bolsa de deportes que llevaba
colgada al hombro y también una cadena que arrollaba en la cintura. Sin mediar
palabra, arrancó la moto y a toda velocidad se dirigió a una de las lenguas,
con la bolsa de deportes rodando arrastrada por el suelo tras el vehículo y
asida por la cadena. La moto atravesó el terreno en llamas y la bolsa de
deportes salió ardiendo de la zona como una tea. Alcanzó la vaguada que había a pie de monte entra las dos lenguas
y la atravesó sin contemplaciones, incendiándola a su paso. Una línea de fuego
a unos metros del cortafuegos de Andrés brotó entre los matojos. La bolsa de
deportes era como una antorcha que prendía sin piedad. Al verlo, padre pensó en
dispararle con la escopeta para librarle definitivamente de su locura, pero con
las manos quemadas sería difícil que acertara.
Al alcanzar la segunda lengua, viró con la moto y se detuvo en medio del
prado. Entonces, ocurrió el milagro. El frente de llamas que Marcos había
sembrado entre las dos lenguas de fuego rebotó débilmente en el surco arado por
Andrés y comenzó a trepar montaña arriba formando un contrafuego. Con el nuevo
incendio, el viento cambió de dirección, arrastrando la humareda hacia la cima
del cerro.
Marcos contempló embelesado el combate entre las dos
bestias. Sus pupilas dilatadas escudriñaron las entrañas de los dos colosos
enfrentándose a campo abierto. Sus semblante vibraba de placer y de sus labios
entreabiertos surgían susurros de asombro. Cuando regresó del estado de trance,
encontró a su hermano mirándole con furia.
-
¡Fuiste tu!. ¿Cómo pudiste?....
Andrés agarró a su hermano del cuello, apretando hasta que
el dolor que sentía en el alma le hizo doblar el espinazo y caer de rodillas.
Su amado bosque se había calcinado. Con él, media vida había partido. Sus
recuerdos de niñez, sus amistades, su
primer amor entre los pinos, sensaciones, olores, sabores .... perdidos en la ceniza.
Llegó el otoño y con él las celebraciones. El ministro en
persona iba a asistir a las condecoraciones de los dos héroes que con su valor
y esfuerzo habían salvado desinteresadamente al pueblo de las llamas. Aunque,
por supuesto, no iban a ser readmitidos, ya que con el monte calcinado como
estaba, en el futuro no serían necesarios nuevos retenes. El ministro recordó
las palabras de un reciente presidente de EEUU y sonrió: ¡La pasta que iban a
ahorrarse en la conservación del
maldito bosque!. Pero lo mejor estaba por venir. Con el nuevo cambio en la ley,
que ahora permitía de nuevo construir en zonas incendiadas, quedaba abierto el
camino de futuras recalificaciones.
Tras las condecoraciones, el ministro pronunció su
discurso. Y mientras Andrés miraba a su hermano con odio creciente, Miguel no
podía evitar sonreír cuando escuchaba en boca del ministro la respuesta de
siempre. La única que parece saben dar para cualquier problema: Endurecer las
sanciones.
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