Ella era una bruja.. Sus ojos
eran negros y hechiceros, enlutados de tristeza, brillantes como una bola de
noche y aguacero. Pozos de luna en cuyo fondo manaban destellos del alma. Vivía
lejos, en el bosque. Olía a humo y a selva y sus rodillas estaban tiznadas del
hollín de la hoguera en que moraba, pero su piel era blanca como la nieve. El
viento hacía de su larga melena morena una constante diversión, agitándola como
la mar en un lenguaje de ondas que subyugaba a todo aquel que la miraba, que
parecía decir “ven. No importa”. Las mujeres del pueblo la odiaban a muerte,
porque hasta el último hombre del lugar
ansiaba poseerla.
Yo también la amaba. Suspiraba
desde mi pedestal mientras cada noche ella rondaba junto a mí en el parque,
para vender su cuerpo por unas monedas, pero la estatua que contenía mi alma
permanecía impasible, muda, oculta tras una gruesa capa de heces de paloma
mientras el alma quería gritar encerrada tras el frío mármol que era mi
sepultura.
A veces, en las noches de luna nueva, cuando el mundo
duerme y la realidad de la luz se quiebra, ella percibía algo en mí. Una
presencia quizás. Entonces detenía su paseo y
sonreía mirándome. Después comenzó a traerme flores, a hablarme y en
ocasiones a inundar de lágrimas mi pedestal, buscando en mi pecho de piedra un
refugio contra el mal que la hería el alma. Entonces yo podía oír a los lobos
del deseo aullar en su interior, gimiendo y lamentándose porque ya no había
luna para ellos.
Aquella noche la luna brillaba como una corona de luz
blanca y trémula bajo la penumbra de la sombra de la tierra. Noche de eclipse.
Sus ojos, con las pupilas dilatadas como soles negros, copiaban con destellos
de otros mundos el reverberar de las aguas del estanque. El Habta, el hongo mágico
de los bosques, veía a través de ella un mundo hecho de fuego y espejismos que
se agitaba como un remolino avivado por poderosas corrientes que nacían y
morían en la propia alma. Las puertas de la magia habían sido abiertas y a
través de ellas cabalgaba la locura, entresacando entre los profundos umbrales
del tiempo su contacto con los secretos de la creación. La niebla, exhalada por
el aliento de un dragón, hizo su presencia apagando el mundo. Lo oculto era
visible, como en un teatro de tramoyas en el que por un instante se adivinara
la mano sutil que mueve cada cosa.
La hable, tras de la roca, con lejanas palabras de amor.
Tan intangibles como una ficción, pero ella me escuchó, pues esa noche el mundo
de lo oculto se había abierto a su conciencia. Se sintió desnuda. Lo estaba. Me
miró como quien mira a un sueño y sentí que mis músculos se tensaban y mis
piernas se alzaban rompiendo las pétreas raíces que me amarraban al suelo.
Caminé hasta ella y la tomé en brazos, desapareciendo entre los árboles.
Abrazados en la espesura, unidos por la intensa cópula,
miramos al cielo. El eclipse finalizaba. La piedra se había vuelto carne y mi
corazón latía de amor por ella. Entonces la miré a sus ojos y vi en ellos
reflejados los míos. Contaminados por la mirada pérfida de Medusa. El vestigio
de aquella tarde aciaga en la que me convertí en estatua de piedra al atreverme
a mirar el rostro de la Gorgona aún asaltaba mis recuerdos. Ella se asustó. Vio
en mi mirada el halo de la maldición
sostenida por la luna cuyo fulgor ahora retornaba con fuerza tras el
paso de la sombra de la tierra sobre la blanca esfera. Quiso zafarse, pero fue
demasiado tarde. Mis manos se tornaron de piedra y sus brazos quedaron
atrapados entra mis puños fríos y yermos. El mármol se abrió paso congelando su
cuerpo junto al mío. La carne sintió el dolor, el frío punzante y se apagó de
nuevo.
Los vigilantes del parque descubrieron al alba el robo de
la estatua. Una nueva obra, con dos amantes en lucha ocupa hoy su lugar.
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