Doce de la noche del solsticio de diciembre de 2012. Después de
milenios el sol se alineó con el centro de la vía láctea, haciendo
coincidir todas las coordenadas del reloj astronómico en aquella ciudad
de calzadas de piedra y torres encantadas que el paso de los siglos
había transformado en lugar de reclamo turístico. La hora del fin del
mundo había llegado y cientos de paseantes aguardaban con sus
videocámaras a que las puertas de madera del viejo carillón se abrieran
entre campanas y del oscuro hueco surgiera la figura tenebrosa de un
fraile de rostro ensombrecido y manos huesudas, sosteniendo quizás una
guadaña. Pero no ocurrió nada de ello. En su lugar, la misma escena de
marionetas apostólicas desfilando como modelos de pasarela por las
ventanas del carillón fue llevado a cabo bajo los auspicios de la luna
antes de que el gallo dorado diese por terminado con su algarabía el
anuncio de la hora perdida que cerraba el día.
El viejo Jolro, el relojero que desde hacía años habitaba en la torre
abrió los portones y con gesto de incredulidad salió a contemplar los
cielos. Las luces de neón y la contaminación impedían la visión del
firmamento nocturno. No podía creer lo que sus sentidos le decían. El
fin del mundo no había llegado y aún peor: el reloj no lo había
anunciado. Su trabajo de décadas como conservador de aquel magnífico
reloj del siglo XV había resultado finalmente un fracaso. Había
engrasado minuciosamente cada eje, cojinete o engranaje del mecanismo,
sustituyendo con pulcritud ejemplar cualquier elemento en mal estado Y
sin embargo, de nada habían servido sus esfuerzos. La última campanada,
la más importante, aquella que habría de distinguir a su reloj de los
demás relojes del mundo, no había sonado. La decimotercera figura de
madera del reloj, condenada a esperar por siglos la concreción de una
algoritmo matemático imposible, aguardaba en un rincón con su guadaña
cubierta de polvo. Tal vez el misterioso resorte que lo activaba se
había averiado.
Jolro Se arrodilló y comenzó a llorar en mitad de la plaza bajo la
tenue luz de una farola. Los cielos se apiadaron de él y comenzó a
llover. Jesús el barrendero, que paseaba con el carro de limpieza
terminando su ronda, se acercó al viejo relojero, lo cubrió con una
bolsa de basura y lo llevó a la taberna.
- Vamos adentro, abuelo, que va a coger usted frío.
- No es posible – sollozó Jolro mientras la camarera servía dos
vasos y una botella de vodka. - Las profecías mayas, los egipcios,
Nostradamus, Tritemio. ¿Cómo puede ser que semejante perversión del
destino me tenga que tocar precisamente a mi?
- Muy sencillo. – argumentó Jesús con vehemencia tras engullir
de un trago el vaso de vodka. - Nos encontramos ahora mismo viviendo en
lo que se denomina una ucronía de la creación. Una ficción del libro de
la vida en el que el mundo no ha llegado a su fin. Nosotros estamos
aquí bebiendo un trago mientras en realidad el mundo ya se terminó en
una dimensión paralela que afortunadamente para nosotros no es ésta.
- Pero el mecanismo tenía que haber funcionado. El alineamiento
del cuadrante astronómico con la esfera babilónica del reloj,
coincidiendo con el baktun número trece profetizado por los mayas,
debería haber hecho saltar el mecanismo que hace sonar la decimotercera
campanada...
- Pues hombre... Ahora mismo en Babilonia deben ser las dos de
la mañana – respondió Jesús sirviéndose otro vaso. – Pero creo que los
mayas esos vivían en México, por lo que todavía nos deben de quedar unas
seis horas para la medianoche de allí. Igual todavía se puede intentar
la campanada, aunque sea a la hora de México.
- ¿A qué esperamos entonces? – exclamó el relojero apurando el
vaso de un trajo y levantándose de la silla de un brinco con la mirada
enardecida – Vamos. Tenemos una misión que cumplir para la historia.
Jorlo cruzó la plaza seguido con desgana por Jesús, cuyo único deseo a
esas horas de la madrugada era que el fin del mundo le pillara en su
confortable lecho en medio del más feliz de los sueños. Pero el ánimo de
su amigo, propulsado por media botella de vodka como combustible, no
admitía una negativa por respuesta. Al llegar a la torre, traspasaron su
umbral y ascendieron a través de la angosta escalera de piedra que
conducía al mecanismo del reloj.
- Pues creo que la avería va a estar aquí – afirmó con
semblante serio Jesús mientras Jorlo terminaba de encender las luces.
- ¿Pero qué diablos? – masculló el relojero al contemplar un
brazo humano atrapado entre los dientes de acero de uno de los
engranajes.
El dueño de aquel brazo sesgado que impedía el funcionamiento del
mecanismo no era otro que Don Jerónimo, el párroco de la iglesia.
Permanecía allí tirado, desangrándose junto a la maquinaria del reloj en
medio de un gran charco de sangre. Al ver a Jorlo, balbuceó unas
palabras.
- El fin del mundo nunca llegará mientras nosotros, los
Illuminati, caminemos sobre la faz de este planeta. El maldito reloj no
lo anunciará. Ya lo hicimos hace siglos, cuando las profecías de
Zoroastro llegaron a su término y lo volveremos a hacer las veces que
sea necesario...
- No mientras yo esté aquí para impedirlo - respondió el relojero con el rostro enrojecido por la ira.
Y sin mas palabra, mientras Don Jerónimo se desangraba en el suelo y
Jesús se afanaba en practicar al cura un torniquete en el brazo, Jorlo
cortó el contrapeso que mantenía el reloj en funcionamiento, arrolló la
cuerda en el tambor de accionamiento en sentido contrario y anudándose
el extremo de la cuerda al cuello se arrojó por el hueco de la torre.
Con el lastre de su cuerpo, el reloj comenzó a funcionar en sentido
contrario, hacia atrás en el tiempo, hasta que el brazo de Don Jerónimo
fue expulsado de los engranajes, liberando el resorte de la
decimotercera campanada.
- El fin del mundo... – musitó Don Jerónimo con su último aliento al escuchar la decimotercera campanada.
- Sí amigo – dijo Jesús entre lágrimas. - A todos nos llega el
fin del mundo. Pero de uno en uno. El dios que nos creó y nos espera el
día del juicio final no es un chapucero como nosotros que deja todo
colgando hasta el último momento.
Y mientras las sirenas de la policía, alertada por una llamada anónima,
resonaban entre las calles mojadas de la ciudad vieja, Jesús marchaba
hacia su casa contemplando a la luna asomar entre las nubes mientras en
su mente se acumulaban los pensamientos.
Somos apenas un átomo brotando y desintegrándose sobre el moho que
cubre una de las millones de esferas de un infinito reloj llamado
universo, un resplandor a veces testigo de su entrechocar copulativo. No
podemos ni soñar con la mano que juega con ellas pero sí escuchar la
música que las mece. El reloj no para. Continúa su tictac incesante que
solo terminará cuando las esferas dejen de bailar.
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