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Esa misma tarde, osos ciervos y alces se despidieron de la tribu de los lobos e iniciaron una larga marcha en busca de las montañas más altas, donde habitaban las nieves perpetuas. Tenían la esperanza de que el mal no les alcanzase allí. Tomás hubiera preferido que el muchacho lobo hubiera partido en aquel momento con ellos, pues a su modo de ver, lo realmente absurdo era quedarse en ese lugar para construir una balsa con la que flotar sobre un maremoto. Pero el joven Iky no parecía opinar lo mismo y Tomás pronto comprendió los motivos que le retenían.
Al amanecer, todos los hombres y mujeres de la tribu abandonaron aquel paraje, cercano al mar y próximo a la embocadura de un río. Caminaron varias horas hasta alcanzar una meseta elevada desde donde aún se podía contemplar el mar. Allí encontraron una pequeña laguna, poblada de gruesas cañas que utilizarían desde aquel momento para construir la salvadora balsa. El jefe lobo parecía recuperado de las fiebres que le habían dominado la noche anterior, pero la expresión de su rostro había cambiado profundamente. Un inmenso abatimiento parecía haberse apoderado de él. Los guerreros del clan trataban de animarlo con sus bromas, pero para su jefe, todo había cambiado. Hasta aquel día había sido él mismo. Un hombre libre que solo tenía que preocuparse por su existencia y la de los suyos, pero a partir de entonces sufriría cada noche terribles pesadillas reviviendo la vida de sus antepasados. Muchos de los que le precedieron acabaron completamente locos, asaltados por los espíritus que habitaban en su interior. Ahora él los llevaría a todos dentro de su mente, mezclados con su propia sangre y no resultaría extraño que acabara también él perdiendo completamente la razón.
El jefe de los lobos permaneció todo el día sentado sobre una roca, dirigiendo el trabajo con aire militar. La tribu se esforzaba con afán cortando cañas mediante rústicas herramientas y transportándolas y apilándolas hasta el claro más cercano. Iky trabajaba mano a mano con la bella muchacha que Tomás había conocido la noche en que el cuerpo del muchacho albergó su espíritu. La chica, de nombre Onya, resultó ser hija del jefe de la tribu y parecía mantener con Iky una amistad profunda, pues el muchacho se enrojecía con facilidad ante la mirada de ella y Tomás podía sentir cómo se aceleraban los latidos del corazón del muchacho cuando ésta le rozaba con su cuerpo mientras transportaban hasta el claro su cargamento de cañas.
Por alguna extraña razón, Onya le resultó a Tomás extrañamente familiar, pero por más que trató de recordar, no consiguió establecer ninguna relación en su memoria. Ella correspondía claramente a todos los gestos de Iky. Ambos jóvenes parecían estar unidos por un vínculo afectivo , que quedó patente durante la noche, en el turno de descanso. A pesar del cansancio acumulado durante la dura jornada, la muchacha se acercó furtivamente al lecho donde el joven lobo descansaba y ambos hicieron el amor apasionadamente hasta el amanecer.
Durante los siguientes días, las cañas de aquel material parecido al bambú fueron atadas con lianas, formando fardos. A su vez, estos fardos fueron atados entre sí hasta formar dos flotadores con una forma aplatanada y unidos entre sí por la popa, constituyendo la base de la embarcación. Sobre esta embarcación con forma de canoa gigante, fueron construyendo con destreza una plataforma plana a la que añadieron unos troncos de árbol para rigidizarla, dada su extrema ligereza. Sobre ella instalaron una cabaña rectangular la que añadieron un techo de paja. A Tomás le resultaba difícil imaginar cómo pretendían esos seres que tan desvencijado artefacto flotara sobre un torrente embravecido y mucho menos cómo iban a guardar en su interior una colección de simientes animales.
Mientras ellos se esforzaban sin descanso por completar la embarcación, los cazadores clavaron alguna de las cañas de aquel bambú en el suelo, construyendo jaulas. El resto de los días lo ocuparon cazando pequeñas crías de animales: Una pareja de oseznos recién nacidos, un par de lobos, un par de conejos, dos urogallos y en resumidas cuentas, una minúscula colección de seres que en los tiempos actuales hubiera supuesto sin lugar a dudas el cierre inmediato de cualquier zoológico por falta de existencias. A la vista de aquello, Tomás, mudo espectador de los acontecimientos, hubo de suspirar para sus adentros esperando que la catástrofe no se produjera o, en el caso de que así fuera, que al menos no destruyese la tierra entera, pues si el futuro de las especies iba a depender de lo que aquella balsa transportaba, la extinción de la mayoría de las especies del planeta iba a resultar inevitable.
Día a día, el tamaño del cometa crecía, resultando visible incluso al amanecer, con las primeras luces del alba. Parecía imposible que fueran a terminar a tiempo su tarea, pero finalmente el milagro se produjo y la embarcación quedó terminada a tiempo.
Llegó por fin el día que el viejo hechicero había anunciado y transcurrido el mediodía, la tribu pudo contemplar cómo el asteroide que amenazaba su existencia, envuelto en una espesa nube de humo blanco y de fuego, penetraba en la atmósfera a velocidad de vértigo y sobrevolaba sobre sus cabezas hasta perderse en el horizonte. Unos minutos más tarde, un fuerte terremoto asoló la tierra.
El jefe lobo ordenó que las mujeres más hermosas de la tribu, en las que se incluía su hija, fueran conducidas al interior de la embarcación. También embarcaron al pequeño zoo que habían conseguido reunir en una pequeña jaula que ataron con lianas a la popa de la embarcación. Después, ordenó a todos los hombres que formaran un círculo a su alrededor.
- No podéis venir.- les dijo. La balsa es demasiado pequeña para albergar a la tribu entera. Pero os prometo que vuestros espíritus vivirán en mi.
Y dicho esto, levantó al cielo el cuchillo de piedra de sus antepasados y seccionó el cuello del más querido de sus cazadores. Después, mordió la herida hasta que el hombre cayó exánime.
Con el cuerpo y la piel de lobo bañados completamente en sangre, repitió el ritual hasta que sólo quedó Iky. Este, aterrado al ver cómo el jefe lobo se abalanzaba hacia él con su cuchillo, o tal vez atendiendo a las sugerencias de Tomás, huyó del lugar sin saber a dónde dirigirse.
El jefe lobo le vio desaparecer colina abajo y escupió al suelo en señal de desprecio. Después se subió a la cubierta de la nave que lentamente fue rodeada de los ancianos y mujeres de la tribu, abandonados a su suerte.
Apenas una hora más tarde, el mar se retiró bruscamente, dejando a la vista una vasta extensión de arena en la que los bosques de algas, de color verde y marrón, descolgaban sus hojas sobre el terreno abandonado por las aguas. Unos minutos más tarde, un cúmulo de negras y espesas nubes, girando en el cielo en un remolino a gran velocidad, hizo que la tarde se convirtiera en noche profunda. Después, empezó a llover de un modo inimaginable y un ruido ensordecedor agitó la tierra.
Poco después, una gigantesca ola de agua y barro apareció por el horizonte, barriendo todo a su paso. Los supervivientes de la matanza echaron a correr desesperados buscando la cima de los montes. Algunos intentaron subir a la embarcación, pero el jefe lobo y las mujeres lo impidieron a golpes y cuchilladas. Otros, sintiéndose engañados al ver cómo su jefe se había buscado una salida mientras ellos se disponían a perecer sepultados bajo las aguas, arrojaban piedras a la embarcación y escupían a los tripulantes.
Cuando llegaron las primeras aguas de la riada, aquellos que aún no habían huido no cesaron en tratar de asirse a la balsa, pero el jefe lobo, desde lo alto de la embarcación y armado con una primitiva hacha, los expulsaba a mandobles, amputando sus miembros si era necesario.
Pronto la balsa fue arrastrada tierra a dentro por las primeras aguas, entre una masa lodosa de tierra y vegetación, cruzando junto a aquellos que habían buscado refugio en los lugares más altos. Nada parecía frenar la fuerza de las aguas, que siguió subiendo montaña arriba hasta que aquellos que huían quedaron totalmente sepultados.
El muchacho lobo huía desesperado de aquel lugar, buscando una zona alta en donde refugiarse. Su frenética carrera le llevó hasta el monte sagrado con forma de tocón de árbol, el lugar en donde días atrás habían acampado con las otras tribus. El río se había desbordado y los primeros tsunamis del maremoto alcanzaban ya la costa. Sin saber a donde dirigirse, trepó como pudo colina arriba con el tiempo justo para evitar que la primera oleada le arrastrase. Aquella colina no resultaba de mayor altura que el lugar en donde la tribu había fabricado la balsa, pero al paso de la gigantesca ola, pareció partirla en dos como si se tratara de un cuchillo. Iky contempló cómo dos grandes paredes de agua cruzaban frente a él a velocidad inimaginable sin apenas mojarle.
La lengua de agua y barro avanzó hasta las montañas, barriendo todo a su paso. Después, retrocedió arrastrando consigo árboles, rocas y animales. Desde allí, mientras las aguas se retiraban en un torrente desbordado, Iky pudo ver la balsa de los lobos. Bajaba desde la montaña vertiginosamente y sobre la cubierta, la joven Onya, atada con lianas junto a las otras mujeres, gritaba presa del pánico.
La balsa cruzó a unos metros de él y ambos jóvenes pudieron intercambiar una breve mirada de despedida antes de que la frágil embarcación desapareciese mar adentro. Iky gritó desesperadamente el nombre de la muchacha pero su voz se perdió ante el embravecido sonido de las aguas.
Tras el horizonte, se asomó una nueva ola, aún mayor que la primera que había asolado la tierra. Iky presintió el fin. Perdida toda esperanza, penetró en el interior del círculo mágico. Aquel en el que la pasada luna el anciano hechicero anunciara el funesto destino que les esperaba. Allí, de pié sobre las cenizas de la hoguera que consumió el cuerpo del anciano, alzó al cielo el puño cerrado y gritó con rabia.
De pronto, como si de un milagro se tratase, el ojo del huracán que se había formado y asolaba la tierra con torrenciales lluvias se posó justamente sobre su cabeza y, por un instante, la lluvia se detuvo. Sobre ese agujero que rodeado de nubes en el que brillaban las estrellas, amaneció la luna. El muchacho lobo se quedó atónito contemplando la luna, rodeada de un cielo tan cargado de nubes que le hizo sentir como si estuviera en el interior de una inmensa cueva en cuya cúpula se abriera la boca de un pozo. De su blanco brillo comenzaron a surgir colores, que se unieron con nitidez hasta formar en el círculo lunar la imagen de una mujer.
Iky reconoció de inmediato la imagen que la luna le mostraba y tendió hacia ella la mano. Era su amada.
Tomás también la reconoció:
Era la chica de la playa.
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