Don
Carmelo, el párroco del pueblo, había salido esa mañana temprano a pasear en
bicicleta por los caminos aledaños al pueblo. Aquella época del año repleta de
contrastes, en la que las hojas de los árboles mudaban tras el intenso sol
acumulado en verano y la naturaleza languidecía hacia el sueño invernal,
siempre había despertado en él, desde su juventud, un ánimo de saborear la
vida. Había sufrido en el pasado, durante una época en la que su vocación le
llamó a dedicar su tiempo al servicio de dios y de los hombres en una misión en
Africa, la pérdida de seres querido a su alrededor. Ahora, en esa época madura
en la que se encontraba, todo aquello parecía algo lejano.
Carmelo
no llevaba muchos años en aquella parroquia, pero en comparación con los avatares
sufridos en su experiencia en las misiones, el constante cambio de caras y de
personas y la velocidad a la que nacimientos y defunciones se sucedían, se
sentía en aquel pueblo tranquilo con sus feligreses, las mismas caras cada día
en la iglesia, como si el tiempo en aquel paraje se hubiera detenido. Aún así,
cada año, las hojas seguían cayendo. Ello le conducía a la reflexión
espiritual. Al cruzar sobre el puente de piedra que unía ambas riberas del río,
detuvo su marcha para disfrutar del espectáculo que la naturaleza le ofrecía.
Las hojas cubrían ya en gran parte las hierbas que tapizaban las orillas del
río, de aguas verdes y oscuras. Y más allá de sus orillas, las viejas viñas
habían comenzado a mudar mostrando en los campos un paisaje de colores, en el
que se combinaba el rojo sangre con el amarillo y verde intenso. Se acercaba ya
el tiempo de la poda.
La
mañana era clara y fresca. El sol relucía en un cielo azul límpido, con apenas
algunos cúmulos de nubes blancas y la vendimia había terminado ya, pero aún
podían vislumbrarse en el campo grupos de lugareños dedicados al rebusco,
despojando a las vides de los racimos que no se habían recolectado durante los
pasados días, que saludaron efusivamente al cura en su paseo a dos ruedas por
los caminos.
Don Carmelo había tomado buena nota de que se
acercaba el día del Santo Patrón del lugar, beato milagrero que pasó a la historia fundamentalmente por
los proverbiales prodigios efectuados durante el siglo IX, cuando las huestes
moras cruzaron por aquellas tierras. No demasiado lejos de allí, en las tierras
que ahora pertenecían a Don Alejandro, se encontraba la ermita del beato, por lo que el cura encarriló su
pedaleo hacia la zona.
Al cruzar con su bicicleta bajo el viejo
arco encalado que marcaba los lindes de la finca de Don Alejandro, el cura
percibió un hedor especial que la brisa transportaba. En aquellos días, la casa
de Don Alejandro resultaba un hervidero constante de personas extrañas,
alojadas allí mismo. El capataz dirigía los trabajos de trasiego de las uvas a
las mesas de selección en donde las mujeres apartaban los frutos e mal
estado. Después de aquello, intervenían
los sinfines que cargaban la fruta a la despalilladora, que separaba los granos
de fruta de los sarmientos y el grano limpio tenía entonces varios destinos.
Una parte se introducía en una prensa neumática en forma de cisterna, en cuyo
interior se inflaba varias veces y a distintas presiones una bolsa de PVC
alimentario y algunas uvas se conservaban enteras, para luego mezclarse en
grandes depósitos de acero inoxidable que actuaban como lagares abiertos.
El párroco descendió de su bicicleta y
caminó a pié junto a ella, mezclándose entre todo el bullicio. La ermita se
encontraba en la parte posterior de la finca, por lo que necesariamente tuvo
que atravesar la bodega.
La pesada puerta de la ermita, restaurada
en madera maciza no ha mucho tiempo, se encontraba cerrada y atrancada por
dentro, por lo que el cura decidió aporrear la madera repetidamente intentando
que la persona que allí había encerrado le prestase algo de atención.
Al cabo de un buen rato, cuando ya sus
nudillos comenzaban a teñirse de sangre, se entreabrió el portón de la Ermita y
el rostro de Don Alejandro se dejó ver
al otro lado.
-
¡Ah!. Es Vd. Padre. ¿Qué desea?.
-
¡Don Alejandro!.- Exclamó el cura.-
.¡Como esta vd! Me alegro de verle. No sabía que le guardara devoción al santo.
-
Vera.. padre –musitó Alejandro. – Me
temo que viene en mal momento. Ahora mismo no puedo atenderle. Le rogaría que
volviese otro día.
-
¿Pero qué está Usted diciendo, hombre?- exclamó
gritando el párroco. ¡Esta es la casa de dios!.
-
No quiero importunarle, Don Carmelo, pero está
vd. en mis tierras. Y como propietario
de las mismas, le pido educadamente que se vaya.
-
¿Educadamente dice? ¿Cómo se atreve a expulsar
a un ministro del señor de su propio templo. ¡Esto es inconcebible! ¡Si no me
deja pasar ahora mismo, lo sabrá el obispado, y créame que lo va a lamentar.
-
Haga Vd. Lo que crea oportuno. Pero márchese,
por favor –respondió Alejandro.
El
cura cogió su bicicleta y se marchó de la finca visiblemente enfadado. No
obstante, Carmelo no era de aquellos que se rinden fácilmente y al anochecer
regresaría provisto de linternas, acompañado de Vito, el viñadero.
Penetraron
sigilosamente en la finca de Don Alejandro y esquivando a oscuras la casa y la
bodega, llegaron hasta las puertas de la ermita.
La
ermita estaba cerrada con un candado, pero Vito traía consigo una palanca y de
este modo descerrajaron la puerta y entraron en su interior.
Una
vez dentro, alumbraron el ábside con la luz de sus linternas. Presentaba un
aspecto espectral. Las figuras de santos que antaño ocuparan las paredes,
habían desaparecido o habían sido cubiertas con sábanas para evitar que el
polvo las perjudicase. En un costado de la pequeña nave, se encontraba la tumba
del santo. Carmelo la alumbró con la linterna y comprobó con sorpresa que
estaba abierta. A pesar de ello, un líquido que bullía en su interior le
devolvió el reflejo. El párroco, nervioso, introdujo el dedo índice en el
interior de la espesa mixtura y se lo llevó a la boca. El paladar pareció
explotarle con el intenso sabor afrutado del mosto en primera fermentación. Un
sabor sin duda delicioso, aunque arruinado por lo que Vito el viñadero extrajo
a continuación del interior de la tumba de piedra: Los huesos blanqueados de la
mano del santo, cubiertos con el dulce brebaje místico.
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