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domingo, 5 de febrero de 2012

10.- EN LA ERMITA





Don Carmelo, el párroco del pueblo, había salido esa mañana temprano a pasear en bicicleta por los caminos aledaños al pueblo. Aquella época del año repleta de contrastes, en la que las hojas de los árboles mudaban tras el intenso sol acumulado en verano y la naturaleza languidecía hacia el sueño invernal, siempre había despertado en él, desde su juventud, un ánimo de saborear la vida. Había sufrido en el pasado, durante una época en la que su vocación le llamó a dedicar su tiempo al servicio de dios y de los hombres en una misión en Africa, la pérdida de seres querido a su alrededor. Ahora, en esa época madura en la que se encontraba, todo aquello parecía algo lejano.

Carmelo no llevaba muchos años en aquella parroquia, pero en comparación con los avatares sufridos en su experiencia en las misiones, el constante cambio de caras y de personas y la velocidad a la que nacimientos y defunciones se sucedían, se sentía en aquel pueblo tranquilo con sus feligreses, las mismas caras cada día en la iglesia, como si el tiempo en aquel paraje se hubiera detenido. Aún así, cada año, las hojas seguían cayendo. Ello le conducía a la reflexión espiritual. Al cruzar sobre el puente de piedra que unía ambas riberas del río, detuvo su marcha para disfrutar del espectáculo que la naturaleza le ofrecía. Las hojas cubrían ya en gran parte las hierbas que tapizaban las orillas del río, de aguas verdes y oscuras. Y más allá de sus orillas, las viejas viñas habían comenzado a mudar mostrando en los campos un paisaje de colores, en el que se combinaba el rojo sangre con el amarillo y verde intenso. Se acercaba ya el tiempo de la poda.

La mañana era clara y fresca. El sol relucía en un cielo azul límpido, con apenas algunos cúmulos de nubes blancas y la vendimia había terminado ya, pero aún podían vislumbrarse en el campo grupos de lugareños dedicados al rebusco, despojando a las vides de los racimos que no se habían recolectado durante los pasados días, que saludaron efusivamente al cura en su paseo a dos ruedas por los caminos.

 Don Carmelo había tomado buena nota de que se acercaba el día del Santo Patrón del lugar, beato milagrero  que pasó a la historia fundamentalmente por los proverbiales prodigios efectuados durante el siglo IX, cuando las huestes moras cruzaron por aquellas tierras. No demasiado lejos de allí, en las tierras que ahora pertenecían a Don Alejandro, se encontraba la ermita  del beato, por lo que el cura encarriló su pedaleo hacia la zona.

Al cruzar con su bicicleta bajo el viejo arco encalado que marcaba los lindes de la finca de Don Alejandro, el cura percibió un hedor especial que la brisa transportaba. En aquellos días, la casa de Don Alejandro resultaba un hervidero constante de personas extrañas, alojadas allí mismo. El capataz dirigía los trabajos de trasiego de las uvas a las mesas de selección en donde las mujeres apartaban los frutos e mal estado.  Después de aquello, intervenían los sinfines que cargaban la fruta a la despalilladora, que separaba los granos de fruta de los sarmientos y el grano limpio tenía entonces varios destinos. Una parte se introducía en una prensa neumática en forma de cisterna, en cuyo interior se inflaba varias veces y a distintas presiones una bolsa de PVC alimentario y algunas uvas se conservaban enteras, para luego mezclarse en grandes depósitos de acero inoxidable que actuaban como lagares abiertos.

El párroco descendió de su bicicleta y caminó a pié junto a ella, mezclándose entre todo el bullicio. La ermita se encontraba en la parte posterior de la finca, por lo que necesariamente tuvo que atravesar la bodega.

La pesada puerta de la ermita, restaurada en madera maciza no ha mucho tiempo, se encontraba cerrada y atrancada por dentro, por lo que el cura decidió aporrear la madera repetidamente intentando que la persona que allí había encerrado le prestase algo de atención.

Al cabo de un buen rato, cuando ya sus nudillos comenzaban a teñirse de sangre, se entreabrió el portón de la Ermita y el rostro de  Don Alejandro se dejó ver al otro lado.

-         ¡Ah!. Es Vd. Padre. ¿Qué desea?.
-         ¡Don Alejandro!.- Exclamó el cura.- .¡Como esta vd! Me alegro de verle. No sabía que le guardara devoción al santo.

-         Vera.. padre –musitó Alejandro. – Me temo que viene en mal momento. Ahora mismo no puedo atenderle. Le rogaría que volviese otro día.

-         ¿Pero qué está Usted diciendo, hombre?- exclamó gritando el párroco. ¡Esta es la casa de dios!.

-         No quiero importunarle, Don Carmelo, pero está vd.  en mis tierras. Y como propietario de las mismas, le pido educadamente que se vaya.

-         ¿Educadamente dice? ¿Cómo se atreve a expulsar a un ministro del señor de su propio templo. ¡Esto es inconcebible! ¡Si no me deja pasar ahora mismo, lo sabrá el obispado, y créame que lo va a lamentar.

-         Haga Vd. Lo que crea oportuno. Pero márchese, por favor –respondió Alejandro.

El cura cogió su bicicleta y se marchó de la finca visiblemente enfadado. No obstante, Carmelo no era de aquellos que se rinden fácilmente y al anochecer regresaría provisto de linternas, acompañado de Vito, el viñadero.

Penetraron sigilosamente en la finca de Don Alejandro y esquivando a oscuras la casa y la bodega, llegaron hasta las puertas de la ermita.

La ermita estaba cerrada con un candado, pero Vito traía consigo una palanca y de este modo descerrajaron la puerta y entraron en su interior.

Una vez dentro, alumbraron el ábside con la luz de sus linternas. Presentaba un aspecto espectral. Las figuras de santos que antaño ocuparan las paredes, habían desaparecido o habían sido cubiertas con sábanas para evitar que el polvo las perjudicase. En un costado de la pequeña nave, se encontraba la tumba del santo. Carmelo la alumbró con la linterna y comprobó con sorpresa que estaba abierta. A pesar de ello, un líquido que bullía en su interior le devolvió el reflejo. El párroco, nervioso, introdujo el dedo índice en el interior de la espesa mixtura y se lo llevó a la boca. El paladar pareció explotarle con el intenso sabor afrutado del mosto en primera fermentación. Un sabor sin duda delicioso, aunque arruinado por lo que Vito el viñadero extrajo a continuación del interior de la tumba de piedra: Los huesos blanqueados de la mano del santo, cubiertos con el dulce brebaje místico.

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