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sábado, 22 de diciembre de 2012

LOS AMANTES DORMIDOS









Ella era una bruja.. Sus ojos eran negros y hechiceros, enlutados de tristeza, brillantes como una bola de noche y aguacero. Pozos de luna en cuyo fondo manaban destellos del alma. Vivía lejos, en el bosque. Olía a humo y a selva y sus rodillas estaban tiznadas del hollín de la hoguera en que moraba, pero su piel era blanca como la nieve. El viento hacía de su larga melena morena una constante diversión, agitándola como la mar en un lenguaje de ondas que subyugaba a todo aquel que la miraba, que parecía decir “ven. No importa”. Las mujeres del pueblo la odiaban a muerte, porque hasta el último hombre del lugar  ansiaba poseerla.

Yo también la amaba. Suspiraba desde mi pedestal mientras cada noche ella rondaba junto a mí en el parque, para vender su cuerpo por unas monedas, pero la estatua que contenía mi alma permanecía impasible, muda, oculta tras una gruesa capa de heces de paloma mientras el alma quería gritar encerrada tras el frío mármol que era mi sepultura.

A veces, en las noches de luna nueva, cuando el mundo duerme y la realidad de la luz se quiebra, ella percibía algo en mí. Una presencia quizás. Entonces detenía su paseo y  sonreía mirándome. Después comenzó a traerme flores, a hablarme y en ocasiones a inundar de lágrimas mi pedestal, buscando en mi pecho de piedra un refugio contra el mal que la hería el alma. Entonces yo podía oír a los lobos del deseo aullar en su interior, gimiendo y lamentándose porque ya no había luna para ellos.

Aquella noche la luna brillaba como una corona de luz blanca y trémula bajo la penumbra de la sombra de la tierra. Noche de eclipse. Sus ojos, con las pupilas dilatadas como soles negros, copiaban con destellos de otros mundos el reverberar de las aguas del estanque. El Habta, el hongo mágico de los bosques, veía a través de ella un mundo hecho de fuego y espejismos que se agitaba como un remolino avivado por poderosas corrientes que nacían y morían en la propia alma. Las puertas de la magia habían sido abiertas y a través de ellas cabalgaba la locura, entresacando entre los profundos umbrales del tiempo su contacto con los secretos de la creación. La niebla, exhalada por el aliento de un dragón, hizo su presencia apagando el mundo. Lo oculto era visible, como en un teatro de tramoyas en el que por un instante se adivinara la mano sutil que mueve cada cosa.

La hable, tras de la roca, con lejanas palabras de amor. Tan intangibles como una ficción, pero ella me escuchó, pues esa noche el mundo de lo oculto se había abierto a su conciencia. Se sintió desnuda. Lo estaba. Me miró como quien mira a un sueño y sentí que mis músculos se tensaban y mis piernas se alzaban rompiendo las pétreas raíces que me amarraban al suelo. Caminé hasta ella y la tomé en brazos, desapareciendo entre los árboles.

Abrazados en la espesura, unidos por la intensa cópula, miramos al cielo. El eclipse finalizaba. La piedra se había vuelto carne y mi corazón latía de amor por ella. Entonces la miré a sus ojos y vi en ellos reflejados los míos. Contaminados por la mirada pérfida de Medusa. El vestigio de aquella tarde aciaga en la que me convertí en estatua de piedra al atreverme a mirar el rostro de la Gorgona aún asaltaba mis recuerdos. Ella se asustó. Vio en mi mirada el halo de la maldición  sostenida por la luna cuyo fulgor ahora retornaba con fuerza tras el paso de la sombra de la tierra sobre la blanca esfera. Quiso zafarse, pero fue demasiado tarde. Mis manos se tornaron de piedra y sus brazos quedaron atrapados entra mis puños fríos y yermos. El mármol se abrió paso congelando su cuerpo junto al mío. La carne sintió el dolor, el frío punzante y se apagó de nuevo.

Los vigilantes del parque descubrieron al alba el robo de la estatua. Una nueva obra, con dos amantes en lucha ocupa hoy su lugar.



PYROS






Escribo este relato como un ejercicio de reflexión personal, para tratar de comprender desde la observación por qué estamos perdiendo con los incendios nuestros amados bosques. Desgraciadamente, no puedo evitar añadir algúna que otra invención producto de una imaginación calenturienta para relatar la historia..

Desde que Pyros le miró con sus ojos azules y amarillos, escrutándole entre la profundidad de las llamas de una hoguera siendo aún un niño, Marcos no había dejado de padecer una extraña fascinación por el fuego. Solo él parecía verlo, sentir su respiración animal, los latidos del calor reflejados en su rostro, su cuerpo de serpiente luminosa retorciéndose entre los leños rojizos y gimiendo tras el crepitar de las llamas. Una magia antigua se mostraba ante él. Un poder de la naturaleza invocado por el hombre desde el principio de los tiempos puesto al  alcance de su deleite. Cuando Pyros aparecía, algo en su interior se abría y relajaba. Un cálido bienestar le invadía y los problemas o frustraciones que le atormentaban parecían consumirse barridos por una llamarada de placer atravesando cuerpo y mente. Nada era comparable con ver a Pyros entre una nube fulgurante sobre las copas de los árboles y el sabor a adrenalina en la garganta mientras él y los otros brigadistas intentaban frenar en vano el avance del poderoso dragón arrebatado al infierno.


Marcos había aceptado aquel trabajo en el reten, con bajo salario y largas esperas en la base, para estar cerca del fuego. Su fervor laboral constituía un ejemplo de vocación desde muy temprana edad que siempre  había acompañado con abundante simbología: cochecitos de bombero, cascos, escudos con el fuego como emblema e incluso un tatuaje que parecía arder en su espalda.  Durante años se había ganado un merecido prestigio entre sus compañeros por la habilidad demostrada al diagnosticar el devenir de los incendios, pero un buen día llegó la crisis y alguien en algún lugar decidió desde un despacho que los servicios de la brigada no eran por mas tiempo necesarios.

  La crisis se llevó al retén por delante. La brigada de incendios del pueblo fue disuelta y Marcos hubo de recoger los enseres de la base abandonado para regresar a casa de los padres, engrosando la lista de parados y aguantando con resignación los incesantes gritos de la mujer tildándolo continuamente de inútil por su apatía y falta de determinación a la hora de encontrar un nuevo trabajo.

Tampoco a Andrés, hermano de Marcos, le iba mejor el asunto. Sus servicios como guarda forestal fueron rescindidos y al igual que Marcos, optó por regresar junto a los padres, que con unas cuantas vacas y una pequeña finca al menos disponían de alimento. Desde que el estado se hizo cargo del mantenimiento de los bosques, sustituyendo los antiguos trabajos que el pueblo efectuaba por una contrata, todo había ido a peor. Aún recordaba los ascensos al monte junto a padre a podar  ramas, clarear el arbolado y despejar la floresta en caminos y cortafuegos. A cambio, cada vecino del pueblo disponía de una porción de leña para cocinar en los hogares o guardarse del frío. También los animales podían pastar en la arboleda contribuyendo a que la hierba no se alzase demasiado. En esa época no existían los incendios, pero después todo fue cambiando. Al ocuparse la contrata de la conservación tanto el aprovechamiento de la leña como el pastoreo en los montes fue prohibido.  Los servicios de aquella empresa siempre habían dejado mucho que desear debido a una mayor motivación para obtener beneficios prevaleciendo sobre  la conservación del monte, pero cuando la crisis llegó, la contrata dejó de cobrar en tiempo y forma y como consecuencia, los trabajos de conservación fueron interrumpidos dejando a Andrés sin trabajo. Hacía meses que el bosque estaba sucio y cerrado. Las veredas se hallaban intransitables, cubiertas por un enjambre de ramas secas y los árboles se hacinaban uno contra otro sin  apenas aclarados.

Ese estado de cosas oprimía la mente de Marcos. No solo añoraba a Pyros, quien a veces le visitaba en sus sueños más húmedos. También se sentía frustrado por el desprecio con el que después de tantos años de desempeñar su labor había sido tratado. La leña seca que anegaba los montes era una tentación para su espíritu pirómano. Un caramelo exhibido en un escaparate que le impulsaba en una sola dirección: demostrar que se habían equivocado. Que él y sus compañeros bomberos eran necesarios para la comunidad. Durante meses, planes incendiarios repasando cualquier pormenor habían turbado su descanso. Planes que callaba con prudencia aguardando el momento propicio para su venganza. Ya se vería si Marcos Montes era o no necesario.   

 De pronto, algo se rompió en su interior. Marcos supo que había llegado el día. La sequía del verano se había mostrado pertinaz y el viento solano soplaba sobre la arboleda acariciando las copas de los árboles, como al animal le gustaba. Lo liberaría en el valle, al pie de la montaña. Las cunetas estaban sucias y acumulaban el desbrozado seco de varios años. Agarró el coche y las pastillas de encender la chimenea. Bastaría arrojar unas pocas por la ventana.

Al bajar por la montaña no cesaba de mirar hacia atrás. Quería ver al fuego despertando a su letargo y trepar hasta las copas de los árboles, pero desde el volante del vehículo no conseguía discernir salvo unos penachos de humo. Por otra parte, no era prudente andar exhibiéndose por el monte bajo tales circunstancias. Lo mas acertado sería  recogerse y contemplar desde casa el resplandor lejano en compañía de algún vecino.

Su hermano Andrés llegó al atardecer, corriendo a casa con los ojos desencajados y la palabra “fuego” prendida en los labios. El incendio había coronado la loma del monte y ahora, impulsado por el viento, bajaba torpemente por la ladera hacia el valle. Uno de los brazos había alcanzado al corral donde se hallaban los animales y padre ya corría monte arriba para abrir la empalizada cubierta de llamas. Al hacerlo, se quemó las manos, pero consiguió que el ganado pudiera huir en estampida. Otra de las lenguas avanzaba prendida entre los matorrales secos hacia la casa. Andrés y Marcos engancharon el arado de discos al tractor de padre y Andrés echó a andar a velocidad de vértigo, arrancando un surco de tierra en el corazón del prado. El humo le cegaba y conducía a ciegas. La máquina se encabritaba con peligrosos bamboleos cuando alguno de los peñascos del roquedal se cruzaba en el camino.  La casa se quemaría si aquella línea de tierra que el arado había trazado era traspasada por cualquier pavesa arrastrada por el viento.

Marcos apareció en la entrada del garaje montado en la vieja moto que había guardada en el cobertizo. Se había tomado su tiempo para vestirse para la ocasión. Llevaba puesto el mono ignífugo del cuartel, fabricado de una pieza y engarzado con costuras de hilo Nomex, botas de media caña con suelo aislante, gruesos guantes de cuero, mascarilla y sobre la cabeza su antiguo casco de bombero. Había cogido una bolsa de deportes que llevaba colgada al hombro y también una cadena que arrollaba en la cintura. Sin mediar palabra, arrancó la moto y a toda velocidad se dirigió a una de las lenguas, con la bolsa de deportes rodando arrastrada por el suelo tras el vehículo y asida por la cadena. La moto atravesó el terreno en llamas y la bolsa de deportes salió ardiendo de la zona como una tea.  Alcanzó la vaguada que había a pie de monte entra las dos lenguas y la atravesó sin contemplaciones, incendiándola a su paso. Una línea de fuego a unos metros del cortafuegos de Andrés brotó entre los matojos. La bolsa de deportes era como una antorcha que prendía sin piedad. Al verlo, padre pensó en dispararle con la escopeta para librarle definitivamente de su locura, pero con las manos quemadas sería difícil que acertara.  Al alcanzar la segunda lengua, viró con la moto y se detuvo en medio del prado. Entonces, ocurrió el milagro. El frente de llamas que Marcos había sembrado entre las dos lenguas de fuego rebotó débilmente en el surco arado por Andrés y comenzó a trepar montaña arriba formando un contrafuego. Con el nuevo incendio, el viento cambió de dirección, arrastrando la humareda hacia la cima del cerro.

Marcos contempló embelesado el combate entre las dos bestias. Sus pupilas dilatadas escudriñaron las entrañas de los dos colosos enfrentándose a campo abierto. Sus semblante vibraba de placer y de sus labios entreabiertos surgían susurros de asombro. Cuando regresó del estado de trance, encontró a su hermano mirándole con furia.

-         ¡Fuiste tu!. ¿Cómo pudiste?....

Andrés agarró a su hermano del cuello, apretando hasta que el dolor que sentía en el alma le hizo doblar el espinazo y caer de rodillas. Su amado bosque se había calcinado. Con él, media vida había partido. Sus recuerdos de niñez, sus  amistades, su primer amor entre los pinos, sensaciones, olores, sabores .... perdidos en la ceniza.

Llegó el otoño y con él las celebraciones. El ministro en persona iba a asistir a las condecoraciones de los dos héroes que con su valor y esfuerzo habían salvado desinteresadamente al pueblo de las llamas. Aunque, por supuesto, no iban a ser readmitidos, ya que con el monte calcinado como estaba, en el futuro no serían necesarios nuevos retenes. El ministro recordó las palabras de un reciente presidente de EEUU y sonrió: ¡La pasta que iban a ahorrarse en  la conservación del maldito bosque!. Pero lo mejor estaba por venir. Con el nuevo cambio en la ley, que ahora permitía de nuevo construir en zonas incendiadas, quedaba abierto el camino de futuras recalificaciones.

Tras las condecoraciones, el ministro pronunció su discurso. Y mientras Andrés miraba a su hermano con odio creciente, Miguel no podía evitar sonreír cuando escuchaba en boca del ministro la respuesta de siempre. La única que parece saben dar para cualquier problema: Endurecer las sanciones.