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sábado, 10 de marzo de 2012

FIDELIO


PORCIA.- Te pertenece una libra de carne de ese mercader: la ley te la da y el tribunal te la adjudica.
SHYLOCK.- ¡Rectísimo juez!
PORCIA.- Y podéis cortar esa carne de su pecho. La ley lo permite y el tribunal os lo autoriza.

"El mercader de Venecia", de William Shakespeare



Conocí al músico de Ipanema en  Rio de Janeiro, ciudad maravillosa a la que acudí por vacaciones un mes de febrero. El músico, sentado sobre una toalla junto al paseo marítimo en la Avenida Delfín Moreira, entre la familiar  Leblón  y la tumultuosa playa  de Ipanema, rodeado de niños, tocaba la guitarra cadenciosamente, mientras susurraba al son de los arpegios una triste canción, dedicada a un amigo perdido, de nombre Fidelio.

No muy lejos de allí, en la loma de una colina, entre Pedro Dos Irmaos y el Morro de Cochrane, se extiende una vasta extensión de humildes casas. Un enjambre humano y caótico de viviendas descolgadas en el irregular trazado de la ladera del morro, con paredes de ladrillo visto, en ocasiones pintadas de vivos colores o apenas enfoscadas, techadas con cobertizos planos de chapa ondulada, levantándose como garitas en medio de árboles centenarios, vestigios de la selva amazónica y engalanadas de ropa tendida al sol sobre ventanas y azoteas. El lugar se conoce como Favela Rocinha. Bajo sus estrechas calles, cubiertas por un bosque de cables eléctricos que viajan entre los edificios sin orden ni concierto, una multitud de 50.000 personas pulula bulliciosa y alegre, afrontando cada día la vida con una sonrisa.

 En ese lugar, en medio del paraíso olvidado, vivía Fidelio, un joven mulato  sin familia de apenas trece años. Casi había olvidado el día en que sus padres fueron asesinados por el Carter. Las reglas son sencillas. Quien no las cumple, acaba muriendo. Durante un tiempo fue cuidado  por su hermana Patrizia, apenas tres años mayor que él. Un buen día, Patrizia desapareció y Fidelio no volvió a saber nada más de ella. Desde entonces, Fabio y Edu, amigos del barrio, fueron su única familia.

Fidelio Vivía en el ático de una casa, bajo un techado de cartones junto a un depósito azul de agua en la parte alta de la colina. Desde el lugar  podía divisarse el Corcovado y el refulgente mar carioca. Unas chanclas, unos vaqueros despernados y una vieja camiseta eran todo su patrimonio. El depósito de agua y las lluvias amazónicas los mantenían razonablemente limpios.

Fidelio nunca estudió. La única escuela que conoció fue la de Samba académicos de Rocinha, en donde él y sus amigos solían colarse a visitar al músico de la guitarra. La calle fue su escuela, la fuente de la que bebió toda su sabiduría. Desde que cumplió los nueve años, ganaba el sustento como correo de los narcos o como limpiabotas en el paseo marítimo. Cuando Fabio y Edu le acompañaban, aguardaba su oportunidad frente a la puerta de los servicios públicos de la playa en la zona de los hoteles y se cruzaba con los clientes, dejando caer el cepillo de lustre junto a ellos. El educado caballero, compadecido del pobre muchacho que sin darse cuenta había perdido en su deambular el cepillo, lo recogía del suelo y llamaba al despistado crío. No había vuelta atrás. Fidelio agarraba el cepillo de la mano del turista y una décima de segundo más tarde se encontraba esparciendo el betún sobre el zapato del sorprendido individuo. A los pocos segundos, llegaba el momento de la cuenta. O quizás debería decir el sablazo, porque tras el breve lapso que el muchacho tardó en limpiar los zapatos, extendía su mano y solicitaba un importe de mil reales (Al cambio, unos cuatrocientos euros aproximadamente).  Entonces el amable caballero, sorprendido por el elevado precio del servicio solía sonreír diciendo: “Te has equivocado, muchacho. Serán mil céntimos y aún así, me parecería excesivo”. A continuación, Fabio y Edu aparecían en escena, acusando al ingenuo turista de estafar al limpiabotas mientras Fidelio fingía llorar. Normalmente, la escena se solventaba cuando el individuo, avergonzado por aquella escena de escándalo, les entregaba  una suma variable que solía ser como mínimo cuatro euros, o si la ocasión resultaba propicia, la mitad de lo que la víctima llevase encima, lo cual raramente llegaba a sobrepasar los veinte euros, aunque todo ello dependía de la cercanía de la patrulla de policía, sobradamente conocedora de los pillos locales.

Aquel día el sol brillaba con fuerza y la mañana prometía. El individuo que acababa de entrar en los servicios tenía que estar forrado de pasta. Un gringo que calzaba unos hermosos zapatos italianos de diseño de más de mil reales, traje oscuro hecho a la medida, gemelos plateados en los puños de la camisa, gafas de sol de gama alta, un gran reloj Rolex  Day-date con montura de platino y anillo de oro en el dedo índice engarzado con un enorme brillante. Sin duda, un buen negocio para cubrir el día.

Tal y como acostumbraba, Fidelio se escondió tras un contenedor de basura apostado en un lado del acceso hasta que el hombre salió de los retretes. Después, pasó frente a él, a unos pocos pasos y disimuladamente dejó caer al suelo el cepillo de lustre. No había caminado aún diez pasos cuando escuchó la voz del gringo llamándole. Fidelio dio la vuelta, llegó hasta la altura del extraño, recogió el cepillo de su mano y en un rápido movimiento, se sentó en el suelo abrillantando los zapatos con esmero sin que el gringo se inmutara lo más mínimo.

Al terminar el trabajo, Fidelio se levantó del suelo y extendió la mano  hacia el forastero, diciendo: “-Son mil reales, señor”. El gringo sonrió socarronamente y preguntó: “-¿Cómo te llamas, muchacho? “. “- Fidelio”, respondió mientras el hombre le agarraba la cabeza y con los dedos separaba los párpados examinando sus pupilas.

El gringo introdujo su mano en el interior de la chaqueta extrayendo una abultada cartera de cuero llena de billetes. Con gran habilidad reunió la suma convenida y la expuso frente a los ojos del muchacho. Fidelio no podía creerlo. Una fortuna se hallaba a su alcance ante sus ojos. Lo suficiente como para dejar de preocuparse quizás para siempre por la pobreza en la que vivía,  pero ¿dónde estaban Fabio y Edu?. ¿Por qué no habían aparecido?.

-         ¿Lo quieres? – exclamó el gringo.
-         Claro, señor – dijo riendo Fidelio
-         Piénsatelo. Un trato es un trato. ¿No quieres reconsiderar el precio de tu servicio?. ¿No prefieres discutir su precio?
-         No hay nada que pensar, señor. – respondió Fidelio esta vez con semblante serio. -Yo ya hice mi trabajo y mil reales es su precio. Una vez hecho el trabajo es tarde para discutirlo.
-         Sea pues, -dijo el hombre con semblante serio mientras entregaba a Fidelio la suma exigida ocultando la mirada tras el brillo de sus gafas oscuras.

Tan pronto como Fidelio tuvo la suma en sus manos echó a correr cuesta arriba, en dirección a la fabela. Al cabo de dos minutos, Fabio y Edu le alcanzaron corriendo:

- ¿Qué has hecho, Fidelio?. – dijo Fabio mientras corría junto a él. - ¿No sabes quién era ese tipo?.
- ¡No lo sé! – gritó Fidelio sin parar de correr – Pero me ha pagado los mil reales.
-         ¡ Le llaman el Señor Muerte! – exclamó Edu jadeante. – Yo que tú desaparecería una temporada. Deberías ir a ver a Edgar para que te esconda.
-         - ¡¡Nosotros no te hemos visto!! – gritó Fabio antes de alejarse junto con Edu al doblar la esquina.

Edgar era uno de los gerentes  locales del negocio de distribución de droga en la zona de Rocinha. Apenas tenía diecisiete años, pero en aquel negocio se comenzaba joven. Heredó el negocio de su antecesor, otro joven criado en las calles y misteriosamente desaparecido. Principalmente trabajaba la cocaína, porque era lo que más le gustaba. Regentaba el negocio en un antiguo surtidor de gasolina abandonado y cuando los chicos lo habían necesitado, Edgar les había dado dinero a cambio de hacer de mula para él. El lugar quedaba a una cierta distancia, por lo que Fidelio tuvo que recorrer un largo camino cuesta arriba hasta llegar a la oficina de Edgar y para colmo, las lluvias amazónicas hicieron acto de presencia, por lo que llegó empapado.

Al llegar al surtidor, observó un elegante Jaguar negro parado frente al expendedor de gasolina  roto y oxidado. Probablemente Edgar estaría ocupado con alguno de sus jefes, los que proveían  al negocio la mercancía. Nunca se habían dejado ver por allí, pero todos sabían que existían. De modo que Fidelio entró con cuidado en el establecimiento abandonado. El lugar permanecía silencioso, apenas alterado por el tintineo de la acusadora campanilla de la puerta, que todavía permanecía en funcionamiento cumpliendo su servicio.

-         ¿Edgar.....?

Pero Edgar no podía oírle. Yacía en el suelo con la garganta degollada en medio de un inmenso charco de sangre que llenaba toda la habitación. El chapoteo de la sangre hizo a  Fidelio mirar al suelo. Se encontraba de pié en medio de aquel charco.

La puerta de la gasolinera se cerró bruscamente, dando un portazo. Junto a ella, se encontraban dos hombres armados. Fidelio retrocedió instintivamente hasta toparse con un hombre que le agarró por los hombros. No hizo falta que Fidelio se volviese para reconocerle. Bastaba con ver sobre su dedo índice aquel anillo de oro engarzando al enorme diamante.

Los hombres de la puerta se acercaron al muchacho y le agarraron de los brazos. Levantaron su cuerpo en vilo y lo sentaron sobre la desordenada mesa de Edgar, previamente limpiada con el rápido barrido de la culata de un fusil. Uno de ellos permaneció tras la mesa, agarrando de los brazos a Fidelio mientras el segundo hombre esparcía por el fondo de la habitación un bidón de gasolina.

El Señor Muerte miró a Fidelio. Tomó un cubo y una esponja abandonados en un rincón de la gasolinera, que en otro tiempo sirvieron para limpiar el parabrisas de los coches y sin decir palabra se acercó al muchacho, se agachó frente a él y comenzó a limpiar con la esponja la sangre  de Edgar que al entrar en la habitación Fidelio había pisado y  que ahora teñía pies y pantorrillas de rojas salpicaduras. El muchacho sollozaba:

-         Perdóneme. No sabía quien era usted. Le devolveré su dinero. Haré lo que quiera...

El gringo continuó impertérrito, hasta que todas las manchas de sangre de los piés de Fidelio desaparecieron. Alzó la cabeza. El ruido de las aspas de un helicóptero fue aumentando en intensidad. El sicario de la gasolina había encendido el fuego. Solo entonces, con las llamas del incendio reflejadas en sus oscuras gafas, el Señor Muerte rompió su silencio.

-         Bueno, muchacho. He limpiado tus pies. Ahora te diré cuál es mi precio....

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Jhonny abrió los ojos en el hospital, encontrando junto a la cama a sus padres, que le sujetaban de las manos con rostro sonriente. Los primeros rayos de sol de la mañana se filtraron a  través de la ventana junto con el bullicio del despertar de Nueva York. La operación había sido un éxito. Después de incontables esfuerzos, un corazón había llegado. Jhonny podía vivir.

Las semanas transcurrieron y el pequeño Jhonny se recuperaba rápidamente. Sus células eran aún jóvenes y el donante había resultado compatible. De modo que el médico le dio el alta. Los Anderson montaron en su coche con el pequeño muchacho sanando con rapidez. Al llegar a Brookling tuvieron que detener su marcha. Una comparsa, con música y tambores, ocupaba la calle. Era época de carnaval.

De pronto, Jhonny se puso pálido y se llevó la mano al pecho. El torax le latía con fuerza, como si su nuevo corazón quisiese escaparse. Los Anderson dieron la vuelta y regresaron al hospital a toda velocidad, accediendo al mismo por Urgencias. Cuando llegaron, el médico de guardia lo examinó con su fonendoscopio ante la mirada atenta y preocupada de sus padres, diagnosticando que se trataba de una anomalía.

Pues ¿Cómo diablos les iba a decir a los Anderson que el corazón de su hijo estaba latiendo a ritmo de samba?.


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