Vistas de página en total

martes, 28 de febrero de 2012

4.-MORADA DE DEMONIOS - LA HUIDA

El turno de Amelia en el centro psiquiátrico no empezaba hasta dentro de una hora, pero a ella siempre le había gustado llegar con antelación. Disfrutaba de ese tiempo libre para desayunar con sus amigas del turno de noche en la cafetería del centro y de este modo, intercambiar el cotilleo nocturno con el diurno para no perder el hilo de todo lo que sucedía en el centro. Mientras conducía su coche por la angosta carretera, aprovechaba la ocasión para escuchar por la radio las noticias matutinas. Aquella voz en la distancia  la  ayudaba a permanecer despierta y acompañada a aquellas tempranas horas del alba en las que el tedio solía dominarla.

Al doblar un recodo de la carretera, se encontró con unas vallas amarillas,  atravesadas en mitad del camino que la impedían el paso. Un joven muchacho, vestido con un mono azul y un casco blanco, agitaba en el aire una banderola, moviéndola de arriba abajo con su mano izquierda al tiempo que alzaba el brazo derecho y  mostraba la palma de la mano,  instando al vehículo a detenerse.

Amelia, sorprendida por la repentina detención a la que era objeto, detuvo el coche  junto al joven que guardaba el paso y abrió la ventanilla para preguntar qué ocurría. No esperaba que el muchacho abriese de improviso la puerta, cosa que hizo con tal rapidez que la fué  imposible reaccionar a tiempo e intentar la huida. Aturdida por la sorpresa, se quedó simplemente mirando a su agresor  mientras que éste la agarró del brazo con gran agilidad y la arrojó del vehículo en un brusco movimiento.

- Lo siento, señora – exclamó el muchacho visiblemente consternado la verla tendida de bruces sobre el polvo del camino. - Pero necesito su coche.

Amelia quedó tirada en la cuneta de la carretera, observando enmudecida cómo el joven penetraba en el vehículo, cerraba la puerta sin miramientos y se alejaba del lugar a toda velocidad. Después, rompió a llorar desconsoladamente.

Tomás, obligado por las circunstancias a actuar de este modo, la contempló con tristeza desde el retrovisor del coche mientras avanzaba por la angosta carretera, perseguido por una nube de polvo sin conocer aún su destino en aquel improvisado viaje. El centro psiquiátrico no se encontraba demasiado lejos de aquel lugar y, sin duda, la muchacha no tardaría en alcanzar el edificio y denunciar el robo del vehículo. Eso le proporcionaba un  margen de algo más de una hora antes de que la policía local se lanzase en su búsqueda, pero ese lapsus de tiempo era suficiente para alcanzar uno de los pueblos más poblados del lugar, en donde debería abandonar el coche y buscar otro medio de fuga.

Mientras avanzaba con el coche a través de aquella carretera solitaria rodeada por un páramo helado, no podía dejar de pensar en aquello que recordaba de su huida del centro. Las primeras luces del alba comenzaban a imponerse sobre la oscuridad de la noche. Nuevamente había  sucedido. Su otro yo había despertado bajo la tenue luz de la luna llena, asumiendo  el control de la situación sin permitir que de los sucesos acaecidos permaneciese en su memoria recuerdo alguno. A pesar de ello, había ganado su libertad. Había escapado fuera de los muros de la prisión. Y aquello era algo por lo que estar agradecido.

Recordaba su despertar de aquel día. Un blanco manto de tenue escarcha cubría los campos, y él vagaba desnudo, como en la noche fatídica por la que fue condenado. Deambulaba sin ropa alguna a través del páramo, sin rumbo conocido, impulsado por sus instintos y por el propio frenesí de la huida Pese al frío intenso que le rodeaba, no percibía  en su cuerpo síntomas de hipotermia. Llevaba un largo rato corriendo a través de aquella tierra yerma y el vapor de agua que desprendían su aliento y su cuerpo se condensaban a su alrededor formando  un blanco halo espectral como caido de la misma  luna. El viento del amanecer arrancaba del campo pequeñas briznas de polvo helado que estrellaba contra su cuerpo desnudo y el vello que cubría su piel se agitaba y doblaba como un junco ante la tormenta. Pero no estaba totalmente solo. Una bandada de cuervos, revoloteando a su alrededor, revelaba desde la distancia su presencia. Quizás presentían su próxima comida. Necesitaba refugiarse en algún lugar y encontrar algo de ropa, pues de otro modo acabaría muriendo de frío.

A aproximadamente un kilómetro de distancia vislumbró una caseta. Era una de aquellas edificaciones con un propósito industrial, construidas en ladrillo visto y con los tejados de chapa ondulada que en ocasiones se encuentran en mitad de los campos, de aspecto austero y dimensiones reducidas. Tomás se encaminó hacia la misma buscando refugio allí.

La puerta de la caseta estaba abierta. Sin pensárselo dos veces, penetró en su interior y cerró el portón de chapa, quedando al abrigo del viento. Respiraba  agitadamente. Su  corazón latía con tal fuerza que comenzó a sentir un dolor agudo en la garganta acompañado de un sabor a sangre en la saliva.

La caseta ocultaba en su interior una estación de bombeo de aguas fecales. El olor circundante no era muy agradable, pero el agua que emanaba de los colectores se encontraba caldeada, por lo que la temperatura en el interior de la edificación no era tan fría como podía suponerse en un principio. Pese a ello, el vapor que el vertido emanaba se condensaba en las superficies frías del recinto, principalmente en el tejado metálico, puertas y ventanas. El  ambiente que le rodeaba resutaba extremadamente húmedo e incrementaba la desazón que sentía en el cuerpo.

Tras una de las puertas de las habitaciones de la instalación, Tomás encontró  un lavabo. No disponía de agua caliente, pero en una esquina alguien se había dejado unas botas de goma de pocero, todavía cubiertas de fango, una toalla mugrienta y un mono azul de trabajo cubierto de manchas. Aquello era justamente lo que en aquel momento necesitaba. Se vistió con el mono, usando la toalla de bufanda y calzó con alguna dificultad las botas, de una talla más pequeña. Después, abandonó el edificio.

En el exterior de la caseta, el sol empezaba a asomarse por el horizonte. Tomás Caminó por el arcén de la carretera sintiéndose más tranquilo, alejándose de aquella zona en la que todavía podían vislumbrarse las torres del hospital. A cada paso que daba se sentía invadido por una sensación de libertad que saboreó con deleite. A pesar de los infortunios que le acosaban, sentía en aquel momento que la vida le sonreía. Le había sido concedida una nueva oportunidad para forjar su propio destino, y no pensaba permitir que le atrapasen, que le llevasen de nuevo  a aquella prisión en la que continuamente era sometido a un estado semivegetal  para la propia comodidad del personal del centro.

Los primeros rayos del amanecer calentaron su cuerpo haciendo desaparecer paulatinamente la sensación de intenso frío que le atenazaba, sensación que se desvanecía con el ritmo de la marcha.  Tras algo más de una hora de camino, descubrió unas obras en la carretera. Aún era temprano y no había nadie trabajando en el lugar, por lo que le resultó un lugar idóneo para efectuar una parada. Las excavadoras habían abierto en el arcén de la carretera una zanja no muy profunda sobre la que descansaba un colector en tramos aún sin unir.  Aprovechó la ocasión para recuperar el resuello y  rebuscar  entre el cúmulo de objetos que se encontraban esparcidos por el lugar, algo que pudiera resultar de utilidad. Encontró  un casco y se  lo puso.  Debía tener cuidado. No había sitio alguno  donde esconderse en aquel páramo, pero en el caso de que a partir de entonces comenzaran a transitar los vehículos por la carretera, nadie se extrañaría de ver a alguien vestido con ropa de trabajo en una obra.

Se sentó en el arcén de la carretera meditando cómo escapar de la zona. Necesitaba un medio de transporte. Pensó primero en hacer autostop, aunque inmediatamente  desechó la idea. Sería totalmente improbable que el primer coche que cruzara por la zona le tomara como pasajero. Finalmente, se fijó en las vallas que protegían el paso a una zona con zanjas y ideó un plan para detener a los coches. Así fue como consiguió el vehículo de la pobre Amelia.

Mientras se acercaba a una zona poblada de casa bajas, Tomás recordó nuevamente a la chica arrojada al arcén y sintió pena por ella. Quizás no había sido una buena idea dejarla abandonada en aquel lugar. Si la hubiera llevado con él, no tendría ahora que deshacerse del coche y podría haber prolongado la huida con el vehículo quizás hasta llegar a la costa, pero sin duda un secuestro además del robo perpetrado no iba en absoluto a contribuir a mejorar su situación.

Al llegar al centro de aquella ciudad de provincias, se dirigió a la estación de trenes. Allí aparcó el vehículo en el parking de la estación, no sin antes registrarlo a fondo. Afortunadamente, el bolso de Amelia estaba aún en el asiento trasero del vehículo. En su interior halló un monedero con algo de dinero en efectivo y algunas tarjetas de crédito, que guardó en uno de sus bolsillos, dejando el resto de objetos esparcido por el coche.

Tras un breve paseo por las cercanías de la estación, entró en un bar en donde tomó un abundante desayuno mientras esperaba a la apertura de las tiendas. A esa hora, el televisor emitía las noticias de la mañana. Pensaba que ningún medio de comunicación ofrecería la noticia de la fuga, pero aún así, se sintió molesto Pagó con unas monedas y se marchó del local apresuradamente.

A poco más de una manzana entró en unos grandes almacenes en los que consiguió burlar la escasa vigilancia existente y  sustraer algo de ropa junto con unas zapatillas de deporte, si bien tuvo que desgarrar fragmentos de la tela para desprender el dispositivo antirrobo.  Quizás hubiera podido pagarlo con la tarjeta de crédito, pero finalmente eligió el robo directo como opción más segura, ya que  el nombre femenino que figuraba en la tarjeta y el carnet de identidad de la chica hubieran levantado sospechas.

Un poco más tarde, se encontraba sentado en la estación, observando el panel indicador de los trenes de salida. Los altavoces de la estación reverberaban en la espaciosa sala y un gran bullicio de personas transitaba sin cesar de un lado a otro  portando equipajes y otros enseres. En aquél momento, no tenía una idea clara de hacia dónde dirigirse. La vida  que anteriormente había conocido se encontraba ahora fuera de su alcance. Estaba rota. Sus padres podrían ayudarle, pero probablemente ellos serían los primeros en avisar a la policía, quizás obrando de buena fé buscando en el abrigo del hospital el bienestar de su hijo. En cuanto a familiares o a amigos que en aquel momento pudiera recordar, ninguno se le antojaba lo suficientemente fiable como para ponerse en sus manos. De cualquier forma, si no encontraba pronto una solución, debería arriesgarse a tal posibilidad.

Mientras Tomás se sumía en tales pensamientos, lentamente fue formándose delante de él un cúmulo de personas. La mayoría inmigrantes. Cada uno de ellos portaba equipaje ligero y en general, salvo ciertos esporádicos y efusivos encuentros de gente conocida, resultaban desconocidos entre sí.  Observándoles durante un rato, comprendió que se trataba de un grupo de trabajadores temporeros que se dirigían a la vendimia. Llegaban en pequeños grupos, espaciados en el tiempo,  y se concentraban en el mismo lugar, lo que indicaba que provenían de orígenes diversos. Aquella podía ser su oportunidad. Siendo esa gente desconocidos entre sí, no tendrían problemas en aceptarlo como compañero, de modo que abandonó su asiento y se mezcló en el corro de trabajadores, que se presentaban entre sí formando un gentío cada vez más numeroso.

Un muchacho ecuatoriano se acercó a él presentándose de modo afable:

-         ¿Qué tal, amigo?. ¿Vienes también a la vendimia?

-         Si. – respondió Tomás tímidamente, asombrado de la inesperada cordialidad que aquel muchacho le ofrecía.- Así es. Y.. supongo que tu también ..

-         Es tu primera vez, ¿verdad?. A mi me pasa lo mismo.- dijo el joven ecuatoriano rascándose la nuca.- Llegué acá de Ecuador ayer mismo, y todavía no me hago al horario de este país. Pero no tardo mucho en acomodarme a los nuevos sitios. ¿Y tu de donde vienes?


-         Vengo de la costa.

-         Ahh, la costa. Seguro que es un lugar rechulo. Yo me llamo Salvador Ramirez. 

-         Encantado. Mi nombre es Tomás Gomez.  Y he venido por indicación de un amigo al que todavía no he visto. ¿Podrías ayudarme?.

-         ¡Pues claro! – Exclamó Salvador Sonriente.- ¡Mientras no sea dinero lo que pides, no hay problema!. ¿Qué necesitas?.

-         Solo que me expliques un poco como funciona esto, ya que es la primera vez que vengo y  estoy algo perdido.

-         ¡Tu no te preocupes de nada!. Ahorita mismo, vendrá el capataz a recogernos y nos llevarán a todos a la finca. Pero ven un instante, Tomás – dijo Salvador cogiéndole del brazo – quiero presentarte a unos amigos que han venido conmigo. ¡Muchachos!. Les quiero presentar a Tomás.

Dos jóvenes de morenos de aspecto azteca, vestidos ambos con un anorak de plumas, pantalones vaqueros y zapatillas deportivas se acercaron a ellos, presentándose como Manuel y Antonio. Tras las presentaciones de rigor, se estrecharon la mano. Con ellos se encontraba Cesar, un hombre peruano enjuto y maduro, con profundas cicatrices marcadas por el sol de la montaña cruzando su rostro. Iba vestido a la usanza del altiplano. Un viejo sombrero de ala ancha  en la cabeza y un poncho adornado con collares. El hombre  miró de modo escrutador a Tomás, que se sintió inesperadamente inquieto, como si los negros ojos de Cesar pudieran leer en lo más profundo de su alma.

-         ¡Un placer conocerte, muchacho.- dijo el anciano exhibiendo unos modales refinados que sorprendieron a Tomás, pues en nada se correspondían con el aspecto  de campesino  que ostentaba aquel individuo.

Tras una espera de algo más de media hora, un recién llegado alzó la voz llamando la atención de los presentes. Tras un breve discurso en el que trató de imponer algo de organización a tan caótico y heterogéneo grupo, formado por sudamericanos, rumanos, magrebies y portugueses,   todos salieron tras él portando sus equipajes. El hombre los condujo hasta un autobús en el que formaron una ordenada fila. Tras cargar los equipajes en el maletero del autobús, todos subieron al mismo. Tomás se unió al grupo de Salvador y, durante el trayecto al lugar en donde se encontraban los viñedos, conversaron amigablemente.

El autobús abandonó la ciudad y, tras cruzar un despoblado desierto, ocupado por extensas zonas de labranza,  en el que apenas se discernía un cúmulo de árboles de vez en cuando, se dirigió hacia la falda de las montañas, atravesando sobre un caudaloso río. Desde allí los condujo directamente al viñedo, en donde todo el pasaje y su equipaje hubo de descender.

En el viñedo se trabajaba desde el amanecer. las viñas, ocupadas ya por algunos temporeros, aguardaban a los recién llegados con sus sarmientos rebosantes de racimos de uva. Durante el resto del día no hubo demasiado tiempo para la conversación. Apenas una parada para comer y el resto del día agachándose para arrancar de las cepas, con ayuda de tijeras, navajas, garillos , ocetes u otros cuchillos con punta de gancho, los tintados racimos de uva. Tomás Transportaba  sin descanso los capachos de mimbre  llenos de la fruta madura hasta los remolques de los tractores. A Tomás esta tarea le resultaba agotadora, más aún después de la agitada noche que había vivido, pero hubo de resignarse y cumplir como pudo su cometido para que el capataz que dirigía el grupo no le increpara demasiado, cosa que hizo en al menos un par de ocasiones debido a la lentitud  que mostraba en el trabajo.

Al caer la noche, se interrumpieron los trabajos de recolección y el grupo se reunió para cenar al aire libre en un campamento de tiendas que el propietario de la viña, Don Alejandro De la torre, había dispuesto para el descanso de aquellos que no contaban con un lecho en el pueblo más cercano. La cena fue frugal pero estuvo acompañada de risas y cantos, amenizada con las danzas de los vendimiadores y regada de abundante vino,  pero Tomás se encontraba en aquellos momentos demasiado exhausto como para gozar de compañía, por lo que se despidió de sus amigos y se dispuso a dormir. Consiguió que le prestaran un saco de plumas y desapareció bajo la sombra de una de las tiendas, donde no tardó en quedarse profundamente dormido.

A media noche, en mitad de su sueño, escuchó unas voces susurrantes a su alrededor:

“¡Cuidado!. ¡No debemos despertarlo! Puede ser peligroso en su estado”

“Es lo mejor que podemos hacer. Se conduce como si fuera un perro rabioso. Está perturbando a todo el mundo”.

Estupefacto, abrió los ojos encontrándose con el afable rostro de Salvador, que lo miraba asustado, agarrándole con firmeza del mentón.  Manuel  y Antonio le sujetaban de los brazos.

-         ¿Te encuentras bien, Tomás?

Tomás asintió, tragando saliva. Tenía las cuerdas vocales entumecidas y no era capaz de articular palabra

-         ¡Nos has asustado a todos! – exclamó Manuel balbuceando y casi a punto de llorar. - ¡Andabas por ahí desnudo, encorvado como un animal y gruñéndo a la gente!. ¿Es que estas loco?

-         Soy sonámbulo.- musitó Tomás con voz afónica. – No recuerdo nada.

-         ¡ Maldita sea! – masculló Antonio. Si sigues comportándote así, te ataremos como a un perro.

Tras el susto inicial, sus amigos le relataron al detalle sus andanzas de esa noche. Había sido dificultoso conseguir atraparle y para ello,  medio campamento  había participado en la tarea. Pero después de su captura había resultado aún más difícil calmar a alguno de los vendimiadores. Los que más se irritaron por su comportamiento fueron algunos rumanos, que a falta de algún objeto de plata para darle muerte no se ponían de acuerdo sobre si clavarle una estaca en el corazón o  quemarlo vivo. El más viejo del grupo de rumanos se acercó a los custodios del sonámbulo para negociar con ellos la expulsión del muchacho del campamento, por perturbar la paz en el mismo. Pero el enlace sindical que, tras los festejos, se encontraba visiblemente ebrio, salió en su defensa.

-         ¡Moomento, compañeros!. Recordar las palabras del sabio.¡¡ Hoominidus lupus!!. El lobo es un hombre  para el hombre. Pero un lobo para la Patronal. ¿Y por qué?. Por que te dejan en pelotas igualmente. Te dejas la piel para ellos y ¿Para qué?. ¿Y para qué te deja en pelotas la patronal? ¿Ehhhh?. ¡Para después joderte!. ¡Para darte por el culo!. ¿Y qué ha hecho éste muchacho sino expresar su conciencia proletaria?. ¡Compañeros!. ¡Viva la revolución sindicalista!

-         ¿¡Viva!? – gritaron algunos

-         ¿Qué hacemos con él, Salvador? – preguntó Manuel mientras el sindicalista proseguía con su encendido  discurso.

-         Llevémoslo con Cesar – respondió Salvador mirando a Tomás fijamente. – Él sabrá que hacer.

No hay comentarios: