Los arcanos
se han despertado. La sangre de mis venas vertida sobre sus bocas, fluyendo a
través de la fría piedra, ha hecho su efecto. Solo es cuestión de días que
recuperen sus fuerzas perdidas. La sangre les da poder. Regenera sus tejidos.
Permite que la seca telaraña que compone sus vísceras deshidratadas se empape
hasta formar músculos, tanto más poderosos cuanto mayor es la avidez que el
ayuno genera.
Ya no son
los dueños. Una nueva especie, surgida del abismo, ocupa el trono: la cúspide
de la cadena alimentaria de la sangre. Los fuegos del infierno devoran su alma
en el deseo más intenso. Un deseo que puede ser objeto de culto, por medio de
la magia, o por el contrario puede adueñarse del corazón de un hombre
volviéndolo codicioso por la belleza, por los labios más sensuales, los pechos
más turgentes o el vello púbico diferente, bien por su rizado afrodisiaco, por
su barbilampiña candidez o por el agreste sabor del trigo en el estío, pues
tras el florido campo se oculta la tierra húmeda, la vagina que ha de ser
labrada, arada, penetrada y trabajada hasta que el hijo de la naturaleza sea
expulsado de su fértil vientre. Lo sé porque yo soy su padre, fruto y árbol de
la semilla germinada.
Largas son
las noches de verano en las que el aliento cálido del mar exhala a través de
las ventanas de mujeres hermosas, sudorosas, durmiendo desnudas sin apenas una
hoja de parra con la que cubrir sus pieles, un sueño húmedo con el corazón desbocado como yegua montada sin descanso en
pos del amanecer. Son esos momentos de silencio nocturno, acompasado por el
canto de grillos y cigarras, los que yo aprovecho para mis galopadas nocturnas.
Me descuelgo entre la niebla como una muselina vaporosa hasta el lecho femenino
agitado por las olas del sueño y la pasión. Después, ellas sienten mi presencia
como si una estrella viniera a visitarlas en la noche cayendo del cielo. Sus
muslos se abren para mí y la fiebre de los sentidos se apodera de ambos en un
anhelo sin límite, hasta que los nenúfares florecen en el rincón más íntimo.
Después
sobreviene la muerte. Y con ella, la vida; la de un nuevo retoño fruto de un
sueño húmedo e inexplicable; el hijo de un padre sin cuerpo, un fantasma entre
la tierra y el cielo. Un vampiro.
Cuántos
hijos habré tenido que no llegaron a discernir más allá de sus orejas; bestias
de carga con un solo propósito en la vida: el matadero. Pero este es diferente.
Desde que era pequeño le acompañó una visión de la vida más allá de las
consideraciones materiales, hasta llegar a lo oculto. Ello le hizo interesante,
a la par que peligroso. Durante años seguí su peregrinar, oculto tras el
pellejo de un vagabundo. Al poco, la magia afloró en él. Primero fueron
pequeños milagros, como convertir agua en vino tras verter una gota de su
sangre. Después, al descubrir en el más árido de los desiertos la interminable
sed que se escondía tras su espíritu, aprendió a reanimar a los muertos
ingiriendo de un trago su sangre marchita. Pero todo ello no es nada en
comparación a cuando decidió compartir sus secretos, mezclando en un cáliz el
vino con su propia sangre y ofreciendo a sus discípulos la bebida
resultante: el rito vampírico en su más pura esencia. Con ello puso en juego
nuestra existencia, la eternidad que nos acompaña, el vínculo de la sangre con
nuestras presas y nuestra inmortalidad, para redimir a unos seres perturbados e
irracionales con la frivolidad de quien entrega margaritas a los cerdos.
No puedo
matarle. Es mi hijo. Por ello esta noche, cuando la ocasión era propicia para
arrancarle la vida de una dentellada, en el silencio del olivar, me he limitado a besarlo. Pero vosotros,
arcanos, despertados de vuestro sueño milenario con esta sangre que brota de
mis venas seccionadas no tendréis piedad. Saciareis vuestra sed muy pronto, ya
que como reo fue apresado y vosotros sois los jueces que habréis de juzgarlo.
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