Los golpes de la policía sobre puerta del piso resuenan en
mi cabeza. Después, una pausa entre murmullos presagia el fatal desenlace. Los
ojos de los vecinos se asoman tras las mirillas en la penumbra de la escalera y
sus oídos; con el fonendoscopio pegado al delgado tabique, auscultan la
situación con el corazón tan en vilo como cuando en la televisión emiten Gran
Hermano. Otro desahucio en medio de la gran crisis. ¿Quién será el siguiente?
Nunca pensé que ese podría ser yo. Toda la vida trabajando para verme al final
en esta situación. Después de haber
pagado quince años de los veinte de la hipoteca del piso, me echarán a la calle
como a un perro. El piso lo venderán por una miseria a un subastero gordo que fuma un puro, lleva una camiseta
de tirantes sudada y una cadena de oro
anudada al cuello y yo lo veré desde la calle mientras se aleja en su Ferrari a
toda prisa. Pero allí no acaba la historia.
La subasta no cubrirá mi deuda y todavía deberé dinero al banco. Serán
los dueños de mi vida. Siempre lo fueron, pero al menos antes tenía un techo
que creía mío. Me convertiré en un esclavo del mundo moderno, en un
proscrito condenado a vagar por las
calles con el salario embargado de por vida.
El silencio
se ha roto. Los chirridos de la
cerradura, forzada con desdén por el cerrajero, emiten una sinfonía dodecafónica que produce dentera. Es hora de
acabar con todo. La gasolina que robé anoche ya cubre el suelo de parquet del
salón. Me preocupo por dejar todo bien empapado: cada mueble, cada mesa, cada
alfombra… Finalmente, enciendo un cigarrillo con mi pequeño zippo mientras la
cacofonía del cerrajero deja de sonar y la puerta de la calle se abre.
-
¡Malditos
cabrones! ¡Sólo tendréis las cenizas de mi vida!.
Miro
hacia atrás y por un instante una alucinación
se apodera de mí: me veo ascendiendo en medio de una nube de cristales
desde el
patio hasta cruzar el ventanal de la terraza. Una fría ráfaga de viento
me
atraviesa como un escalofrío . Los cristales fragmentados que
ascendieron junto a mí van colocándose uno tras otro, en perfecto
orden hasta restaurar la transparencia del vidrio. He visto mi futuro.
Es hora
de emprender el vuelo.
La caída resulta interminable. Por fin llego al
suelo. Mi cuerpo se estampa pero el alma rebota. Contemplo desde el aire mis
restos destrozados en medio de un charco de sangre mientras el mundo se nubla
como si fuera de noche, dejando al descubierto un vórtice luminoso, como una
cueva con paredes de luz que me absorbe hacia su interior. Al fondo aguardan
dos grandes puertas doradas erguidas sobre nubes de algodón en medio de un fulgor azul. Don Eustaquio, el cura de mi
pueblo, hombre encorvado de manos
retorcidas como sarmientos, me espera vestido con túnica blanca junto a una de
las puertas. Hace ya unos años que abandonó el mundo de los vivos. Todavía
recuerdo los capones y tarascadas que me propinaba cuando era niño, pero no le
guardo rencor.
-
Lo
siento, hijo, pero no puedes pasar.. ¿Es que no te he enseñado nada? Aquí no
admitimos a los suicidas. De modo que... Hala. Arreando por donde has venido.
-
Pero
Don Eustaquio. No puedo volver. Mi cuerpo está destrozado....
-
-
Bahbahbah....
¡Excusas!. Busca otro cuerpo y reencárnate o si no, vete al infierno.
De pronto, el cielo desapareció y nuevamente me
encontré en una cueva, sólo que esta vez sus paredes estaban hechas de carne
sanguinolenta. Me muevo como un pez en el seno de un líquido amarillento
intentando buscar una salida y finalmente hallo una luz al final del túnel. Un
doctor con guantes, gorro, mascarilla y bata verde me extrae de la cueva con
cierta violencia. El dolor me hace llorar.
Y después... la vida en un instante. Pequeñas
instantáneas de mi nueva existencia: Mi primer día en el colegio, mi bicicleta,
mi boda, mi divorcio, el baile... Las luces del estroboscopio girando sin
piedad frente a mis ojos, encendiéndose y apagándose en un ritmo cadencioso y
destellante. Gente bailando en la discoteca
entre flashes de luz en medio de
una sucesión de imágenes que retroceden en el tiempo. Una azul golpea sin
descanso mi retina, arrancando de los nervios ópticos una pila de imágenes
grabadas en mi memoria mientras el sabor agrio de un cóctel farmacológico,
suministrado vía intravenosa, invade mi garganta abriéndose paso hasta el
cerebro a través de la carótida.
Finalmente,
las luces se detienen. Me encuentro atado en una especie de silla de dentista,
en una habitación de paredes blancas y lisas con un hombrecillo miope vestido de negro que me mira con fijeza.
-
¿Señor
Peláez?
-
¿Siii?
-
Permítame
que me presente. Soy Gutiérrez, del Banco Financiero de Inversiones. Usted
firmó esta hipoteca en su anterior vida. ¿Lo recuerda ahora?. Como podrá
comprobar en la cláusula quince, su alma nos pertenece hasta la totalidad del
pago del préstamo otorgado más los intereses de aplazamiento, que esperamos
poder cobrar en su actual reencarnación. ¿O acaso pensaba que se iba a largar
de rositas sin pagar?
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